El bando de los muertos
En
la
huerta
del
Segura
––Y miré, y oí a un ángel volar por en medio del cielo, diciendo a gran voz: ¡Ay, ay, ay, de los que moran en la tierra, a causa de los otros toques de trompeta que están para sonar los tres ángeles!
Acciona el dispositivo electrónico que activa el sonido arrítmico y ensordecedor de las campanas. El pavoroso silencio que había inundado las calles se rompe estruendosamente. El padre Joaquín decide subir hasta lo más alto de la torre del campanario.
––Y los otros hombres que no fueron muertos con estas plagas, ni aún así se arrepintieron de las obras de sus manos, ni dejaron de adorar a los demonios... ––entona con voz entrecortada por los nervios y por el esfuerzo al subir las empinadas cuestas y escaleras por el interior de la torre.
––¡Ahora ha llegado la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo! ––acaba gritando encaramado por una de las aberturas del campanario, al borde del abismo, a casi ochenta metros de altura.
cuando
—Sí, seguro que vienen a rescatarnos.
ríe
una
huertana
En el interior del recinto sagrado el grupo se reúne en torno a la
bancada más próxima a la entrada. Esperan la llegada de nuevos supervivientes o
el auxilio organizado que no acaba de aparecer.
Juan permanece callado, bloqueado por las vivencias extremas que ha
sufrido: descubrir a sus amigos muertos, ser testigo de un accidente de
aviación, ver las barracas huertanas ardiendo y decenas de cuerpos inertes en
las más extrañas posturas, derribar a una persona y observar cómo su cabeza
rebota en el pavimento, asistir a la agonía de un sacerdote después de una
caída de altura. Anastasia habla lo justo, todos creen que es la pareja de
Mateo y ella no hace nada por aclarar la naturaleza de su casual relación.
Mateo sigue sumergido en su bruma mental; desde que recuperó la consciencia
sólo ha tenido destellos de lucidez que le han hecho teclear correctamente la
clave de acceso en el ordenador del laboratorio, reconocer el bolso donde
guardaba las llaves de su coche o recordar de pronto su propio nombre, aunque
progresivamente se siente más preocupado y se esfuerza en tratar de reconstruir
su identidad. Eva, sin embargo, no para de hablar, relata una y otra vez que
había aprovechado el día festivo en la capital para asistir a una jornada de
bautismo subacuático, cómo al emerger de la mano de su monitor de submarinismo
habían encontrado a todos muertos, el horror que había presenciado en la ciudad
costera y en la vía rápida por la que había conducido de vuelta, lo preocupada
que estaba por sus hijos; su verborrea y su histerismo crecen por momentos.
Chacón decide asumir el mando, en cierto modo ya lo había hecho tomando
la iniciativa en la acción por la que todos acudieron a la llamada de las
señales de humo desplegadas desde el
campanario de La Catedral. Abraza a Eva, intenta calmarla, le infunde ánimos y
le asegura, sabiendo que con toda probabilidad no sea así, que sus hijos
estarán bien. Trata de entender mientras tanto si existe alguna relación entre
la inmersión en el mar de Eva y el momento en que él vivió el desastre, también
en contacto con el agua mientras nadaba en la piscina, pero no puede elaborar
una teoría coherente sobre la inmunidad a la muerte de los allí presentes
porque Anastasia no contesta a la pregunta de qué es lo que estaba haciendo en
el momento de la catástrofe, Mateo no recuerda y Juan no cuenta nada particularmente
reseñable: “Bebía con mis amigos en un parque”. Chacón no llega por lo tanto a
concluir que la respiración autónoma de Eva en su clase de submarinismo y la contención
de la respiración en los demás —del propio Chacón al cruzar la piscina bajo el
agua, Mateo por el mal olor del aseo de su centro de trabajo, Anastasia durante
el servicio sexual que ejecutaba en el interior del vehículo de su cliente y
Juan mientras bebía de una bota de vino deglutiendo sin tomar aire—, habían
sido el motivo por el cual los miembros del pequeño grupo que allí se
encontraba continuaban aún con vida. Una sustancia habría invadido
repentinamente la atmósfera, tan letal como extremadamente volátil, y sólo
levemente la había llegado a inhalar uno de los presentes, Mateo, por milésimas
de segundo y ya en una débil concentración.
Chacón deja por el momento de intentar encontrar una explicación a
lo ocurrido, se concentra en la necesidad de llegar a un acuerdo sobre el paso
siguiente que deben dar.
—Debemos decidir si permanecer aquí más tiempo o movernos en busca
de ayuda o de la forma de comunicarnos para pedir socorro, es importante que…
—el discurso de Chacón se interrumpe por la visión de movimiento en el
exterior—. Pero qué…
Todos se agolpan en la puerta para observar cómo en la plaza las
personas que creían muertas, en su inmensa mayoría vestidas con el traje típico
regional, se han levantado y caminan torpemente deambulando sin aparente
sentido ni rumbo.
Paralizados por el insólito espectáculo, sólo salen de su alucinado
letargo en el momento en que Eva grita:
—¡Dani! ¡Sonia! —creyendo reconocer a sus hijos en dos de los
caminantes de la plaza.
Eva corre hacia ellos, sin parar de gritar sus nombres, llorando,
gimiendo, agarra al muchacho y lo lleva del brazo para unirse a la chica, los
abraza, desconsolada y a la vez aliviada, y en ese momento sobre su cuello,
recibe un mordisco del supuesto hijo que le hace emitir un alarido y le provoca
una gran hemorragia. Eva, a pesar de todo, no deja de abrazarlos, y es la chica
ahora la que hace presa con los dientes en su brazo, desgarrando y arrancando
de un solo bocado un buen trozo de carne. Caen al suelo, sus hijos la devoran y
ella no opone ninguna resistencia.
En el acto reflejo de acudir tras Eva para tratar de prestarle ayuda,
los demás se ven rodeados por la turba, comprenden que no tiene sentido
alcanzarla y ya sólo se preocupan por ponerse a salvo. Juan es el primero en
correr a toda prisa, consigue salir de la plaza y salta por encima de la barra
de un puesto de bebidas, empuja con su movimiento una barrica de vino que cae
con él rompiéndose contra el suelo, el vino se derrama y lo empapa, intenta
incorporarse y se resbala, los muertos lo alcanzan, le clavan sus uñas, se
disputan hambrientos su cuerpo, muerden, desgarran; degustan su carne
ligeramente afrutada, regada por vino de la tierra.
Anastasia también corre, busca una salida, un hombre la agarra
pero consigue zafarse de él desprendiéndose de su blusa, escapa con los pechos
al aire, sólo unos metros más y dos no
muertos la arrojan al suelo, sujetan sus piernas, Anastasia se retuerce,
desabrocha su pantalón y así, quedándose desnuda consigue volver a escapar,
mira hacia atrás mientras corre y tropieza brutalmente contra una farola, cae
inconsciente y es lo mejor que le puede pasar porque recibe mordiscos en las nalgas,
en los senos, entre las piernas y es devorada finalmente entera por un grupo de
zombies, todos hombres en su anterior vida casualmente.
Mateo no corre ni se altera, permanece inmóvil y como mucho da un
paso o dos al impactar hombro con hombro en la abarrotada plaza plagada de
muertos vivientes. Ninguno de los resucitados le presta la menor atención,
dando la impresión de que lo consideran uno más de los suyos: no vivo, no
muerto.
Chacón ha luchado por toda la plaza tratando de ayudar a sus compañeros
y llegando tarde en cada uno de sus intentos. Finalmente se percibe solo en la
batalla, rodeado, en situación desesperada; los empujones y golpes dejan de ser
efectivos y decide comenzar a usar su arma, dispara, apuntando a la cabeza de
sus enemigos, agota su munición, lanza la pistola contra sus agresores. Alzado
en su única pierna esgrime la muleta que ahora utiliza en su defensa, la agita
en el aire, golpea a sus oponentes que siguen cayendo ante él, pero son demasiados.
Chacón se impulsa para tratar de huir, encuentra un hueco, dobla una esquina,
tropieza, se golpea en el suelo con-tra un pequeño grupo electrógeno, lo alcanzan
los muertos, comienzan a devorarlo y en el forcejeo el motor del generador
eléctrico se enciende, la electricidad activa un equipo de música y a gran
volumen, por toda la plaza, pueden escucharse los primeros compases del canto a
Murcia “La Parranda”, los muertos comienzan a aullar mientras la voz solista
entona “En la huerta del Segura, cuando ríe una huertana…”