En


Alza los brazos y extiende su cabeza. Unos segundos después su camisa blanca comienza a teñirse de rojo.  Mantiene a pesar de todo la postura sin inmutarse. Siente el líquido deslizarse desde su boca por el cuello. Su pecho acaba empapándose.
Lo cierto es que nunca fue muy habilidoso para beber directamente de la bota de vino, puede que su juventud y la falta de experiencia con aquel primitivo artilugio influyan en ello. Juan permanece concentrado en ser el que más tiempo aguanta deglutiendo; aunque juega con la desventaja de no saber respirar mientras lo hace. Su marca quedará delimitada por su resistencia en estado de apnea o por un eventual atragantamiento, si el chorro de vino se desvía hacia el inicio del conducto respiratorio.
¡Veintiuno, veintidós, veintitrés al principio sus amigos lo jalean animándolo a seguir con la bota en alto, pero de pronto callan.
Es tanto el empeño que Juan pone en la tarea competitiva que está desarrollando, que no puede llegar a percibir el silencio que de golpe se hace a su alrededor. En ese momento una avioneta publicitaria —“Los melones del abuelo”, reza el eslogan que hace ondear tras su cola— vuela ruidosamente sobre sus cabezas a una imprudente baja altura. Juan sigue con la mirada el aparato y se asusta al creer verlo pasar prácticamente en picado entre dos edificios. Al fin deja de beber, y con la respiración aún contenida sólo llega a escuchar el estruendo de una sorda explosión y a ver cómo la pancarta que arrastraba el pequeño avión cae, desplazándose por la fuerza de la inercia y la gravedad, hasta desaparecer por completo.
—¿Lo habéis visto? ¿Lo habéis visto?
Baja ahora la mirada y vuelve a perder el aliento al contemplar a su alrededor a todos sus amigos: Sergio, Marina, Erick, Yeray y todos los demás tendidos sobre la hierba. Juan queda petrificado al contemplar cómo también más allá, hasta donde alcanza su vista limitada por el obstáculo de los edificios, el suelo se encuentra alfombrado por los cuerpos de cientos de personas vestidas aquel día de fiesta con el típico traje regional huertano. Supera por un par de segundos la conmoción explicándose que todo el mundo permanece cuerpo a tierra por el temor que les ha infundido el avión que acaba de estrellarse tras su vuelo rasante. Su autoengaño dura poco porque agachado junto a los que le rodean comprueba el estado de inconsciencia de todos ellos; no se le ocurre acercar el oído a la boca y la nariz de aquellos a los que se aproxima, así habría comprobado que también yacen sin aliento. Un vistazo más allá, observando las extrañas posturas en las que han quedado algunas de las personas caídas, y Juan se convence de que algo muy grave ha ocurrido. Sudando hasta gotear, tembloroso y agitado en extremo, extrae el teléfono de su bolsillo para marcar el número del servicio de emergencias; se agotan los tonos de llamada y la comunicación se corta, nadie contesta. Grita pidiendo ayuda, vocea una palabra que nunca ha pronunciado en voz alta: socorro.
—¡Socorro!... ¡Socorro!... ¡Socorro!... —repite con todas sus fuerzas mientras camina acelerando el paso— ¿No hay nadie? —le sale de las entrañas.
Decide dirigirse corriendo en dirección al lugar de donde proviene el humo negro generado tras el accidente de aviación del que ha sido testigo. Trata de convencerse mientras lo hace de que allí encontrará auxilio: policía, bomberos, personal sanitario, alguien al que alertar y que pueda prestarle ayuda. Se equivoca.
La avioneta se ha estrellado contra un edificio de oficinas, un gran incendio devora una de sus plantas, papeles lloviendo del cielo, coches y comercios desde los que suenan estridentes alarmas, pero ni rastro de vida.
Juan se pellizca y se golpea la cara, como en una mala serie televisiva, para tratar de despertar de lo que cree puede ser un sueño. La sensación de irrealidad lo abruma y hace que le zumben los oídos. Se siente protagonista en la escena cumbre de un film apocalíptico y se imagina a sí mismo en el epicentro del caos, rodeado de muerte y destrucción. Puede verse empequeñeciéndose mientras una hipotética toma cenital que se eleva lo filma, siempre en el centro de la imagen, mostrando que es el único superviviente de lo que quiera que haya acontecido.
Vaga entonces sin rumbo, tratando de tomar alguna decisión que lo conduzca a algún sitio, que le ayude a comprender. Se fija más en la gente que encuentra tirada en el suelo, y no le cabe ninguna duda de que están muertos. Muchos presentan un espantoso color azulado en el rostro o yacen sobre un charco de sangre que circunda sus cabezas, en otros es más que evidente la pérdida de control de esfínteres postmortem por las manchas en los blancos y grandes calzones que visten en el día grande de las fiestas, el día del Bando de la Huerta.
—El Bando de los muertos —se sorprende Juan verbalizando mientras camina sorteando cuerpos sin apenas darse cuenta de que busca espacios más abiertos, avenidas más anchas, calles en las que obtener una visión más amplia, más lejana del horror que le rodea. Avista el recinto huertano y se espanta al ver una barraca ardiendo y decenas de cuerpos concentrados en muy poco espacio, unos sobre otros, en el suelo, semisentados y vencidos, como durmiendo sobre las mesas en las que se disponían a comer al aire libre cuando la tragedia ha sobrevenido de repente. Aparta la vista de los niños más pequeños, tratando de evitar la congoja que su visión le produce, como cuando circula por carretera y fija su mirada en el horizonte al intuir sobre el asfalto un animal atropellado. A lo lejos, casi al final de aquella zona habilitada para la gastronomía típica y la fiesta ve a una persona apoyada contra una farola; cree poder sentir la desesperación, similar a la de él mismo, en aquel gesto de derrota que contempla en el otro. Corre con todas sus fuerzas mientras grita tratando de llamar su atención, se aproxima por su espalda, llega hasta él y por la inercia de la carrera y la necesidad urgente de contactar con otro ser humano no mide bien la distancia y lo golpea excesivamente fuerte al llegar a su altura. El cuerpo se desploma, cae como un árbol talado, sin oponer la menor resistencia ni tratar de protegerse con los brazos del golpe contra el asfalto, y el sonido que produce agita el cerebro de Juan como si fuera sometido a una brusca aceleración. Se inclina sobre el hombre y lo voltea, descubre una nariz partida, los dientes rotos en una boca extrañamente abierta y torcida y la evidencia de que aquella persona ya era un cadáver mucho antes de que él la hiciera caer al suelo.
      Juan grita, grita de desesperación, para espantar su miedo, porque ha llegado al límite, grita porque no comprende. Arrodillado en el suelo esconde su cabeza entre los brazos y llora desconsoladamente.

la


     —Vehículo sospechoso a unos cien metros.
            El viejo BMR remodelado que sirve de avanzadilla se detiene y da la voz de alarma. El jefe del convoy ordena detener la marcha.
            —Unidad de apoyo, aseguren la zona y permanezcan alerta.
               En silencio, durante diez minutos y sin descender de los blindados inspeccionan ocularmente la zona, todo parece en calma y no se divisa ni un alma en kilómetros a la redonda.
        El sargento Chacón observa fijamente con sus prismáticos el todoterreno destartalado apoyado contra el talud del camino que ha levantado las sospechas del convoy militar. Tiene la rueda delantera pinchada, y sobre el parabrisas una capa de tierra y polvo apenas deja ver el interior a través del cristal.
           —Aquí Sargento Chacón. Permiso para inspección a pie de vehículo sospechoso — silencio al otro lado de la radio —.
   —Permiso concedido —se escucha unos segundos después de la petición—. Comprueben la activación de los inhibidores de frecuencia y procedan según protocolo de seguridad.
            Chacón desciende del blindado con sumo cuidado, como caminando sobre la superficie de un lago helado. Inspecciona progresivamente la zona más cercana sobre la que pisa y el espacio alrededor de él menos alejado. Armado con su fusil de asalto avanza hacia el vehículo aparcado en la cuneta del camino. Habituado al ruido de los motores que lo acompañan, puede separarlo en su mente del silencio que reina en el lugar. Se siente capaz de distinguir cualquier sonido extraño aunque genere un nivel de decibelios menor que el que emite el grupo motorizado que aguarda detrás de él. Apunta al frente con su arma mientras coloca muy despacio un pie delante del otro y luego los cruza para desplazarse de lado. Comprueba que el vehículo está vacío, se agacha y no observa nada extraño debajo.
               —Parece averiado y abandonado —comunica por radio.
        Chacón espera órdenes, sabe que no es prudente acercarse demasiado, pero comprende que la misión en la que está embarcado entraña, en ocasiones, la necesidad de asumir riesgos como a los que en este momento está expuesto.
         —Establezcan un perímetro de seguridad y procedan a remolcarlo fuera del camino.
          Chacón comienza a retroceder y en ese momento, procedente del lugar que acaba de examinar, puede escuchar con nitidez las fatídicas palabras que suelen acompañar al ataque terrorista en aquel remoto lugar del mundo:
            —¡Allahu Akbar!
            “Dios es el más grande” se traduce en el subconsciente del sargento como cuerpo a tierra, pero lo cierto es que su cuerpo no toca tierra sino tres segundos más tarde, tras ser empujado por la onda expansiva que provoca la explosión y haber girado en el aire varias veces, por la acción de un trozo de chapa que le alcanza en su pierna izquierda cercenándola a la altura de la rodilla.

            Chacón se emplea a fondo diariamente en la piscina practicando la única actividad deportiva en la que se siente plenamente hábil aún con una pierna menos. En la superficie del agua deja de pensar, su mente permanece concentrada en la siguiente brazada, en el ritmo y la cadencia de la respiración, en el control de su ritmo cardíaco. Extrañamente es cuando cruza la piscina buceando, conteniendo la respiración sumergido y aún a veces volviendo al punto de origen sin tomar aire, cuando no puede evitar recordar: se traslada al día en que se truncó su carrera militar, al momento en que aquel fanático se inmoló lanzándolo por los aires y dejándolo inválido de por vida. A pesar de ser consciente de haber perdido la pierna mientras lo trasladan en helicóptero y aún durante muchos días después, su única preocupación es que alguien le explique lo ocurrido. Sólo cuando la investigación sobre el incidente concluye, puede concentrar toda su amargura en pensar cómo va a cambiar su vida siendo un mutilado de guerra exento de servicio por el resto de sus días.
            Un minuto sin respirar debajo del agua cruzando la piscina y Chacón rememora los meses de recuperación física y las secuelas psicológicas posteriores, su depresión, las pastillas a las que se volvió adicto, su postramiento en cama, el empeño que puso en autodestruirse y en llevar al extremo de la desesperación a su esposa que decidió darle un ultimátum y finalmente tiró la toalla llevándose a las niñas a vivir a la otra punta del país.
Gira sin tomar aire y se dispone a volver a cruzar la piscina sin levantar la vista fija en las líneas pintadas sobre los azulejos del fondo, visualizando ahora el informe oficial del día que cambió su vida: (...) una madriguera camuflada en la que se escondía un terrorista suicida para accionar el explosivo a través de un cable convencional, de este modo solventan la inutilidad de los dispositivos de accionamiento a distancia debido a los inhibidores de frecuencia que utiliza el ejército.
Fin de la historia, no puede evitar que le persigan sus obsesiones pero hace meses que adoptó el firme propósito de retomar las riendas de su vida. Primero recuperar su forma física, desintoxicarse poco a poco de las pastillas, marcarse un horario y cumplirlo, llevar una alimentación equilibrada, visitar diariamente el gimnasio, nadar, leer, rescatar las amistades perdidas.
Continúa con su inmersión mientras avanza en el agua y siente el punzante dolor interno, casi físico, que le produce recordar la llamada que hizo a su esposa unas semanas antes y la reacción de ella, mostrándose reacia y esquiva, ante el planteamiento de dar una nueva oportunidad a su relación de pareja. Al ritmo de sus musculosos brazos, que rompen la superficie del agua, aumenta con rabia su velocidad al resurgir en su memoria las imágenes de la madre de sus hijas y de las niñas besando al hombre con el que han rehecho sus vidas.
      Decide descansar, aún sumergido su cuerpo, apoyando los brazos en el borde norte de la piscina. Es consciente de haber llegado al límite de su resistencia pulmonar, se pregunta si acaso no será perjudicial para la salud permanecer tanto tiempo sin respirar bajo el agua. El recinto no le resulta familiar, no se encuentra en el pabellón deportivo de la ciudad donde suele nadar, allí hoy es día festivo. De pronto percibe algo extraño en el ambiente sonoro del interior de la nave cubierta; han desaparecido los habituales sonidos y ecos producidos por el chapoteo en el agua y las voces. Se incorpora haciendo fuerza con los brazos para elevarse y tener una perspectiva más amplia de lo que le rodea, se extraña por lo que cree ver y se gira para sentarse dejando su única pierna dentro del agua. Su sorpresa se torna en alarma al poder contar hasta siete cuerpos tendidos sobre el piso. Mira a la esquina más próxima y acude sin pensarlo a socorrer a la persona que ve allí desvanecida, resbala en su último impulso al acercarse y cae junto a él, es un hombre de mediana edad y complexión atlética. Su formación militar en primeros auxilios hace que actúe automáticamente comprobando los signos vitales básicos de la persona caída. No hay pulso ni respiración. Va a tratar de reanimarlo cuando cae en la cuenta de que quizá otras personas precisen ayuda más urgente, se incorpora sobre su pierna y desde el ángulo de visión que adopta, puede ver que al menos dos personas yacen en el fondo de la piscina. Con gran esfuerzo por hasta tres veces consigue sacar a la superficie a aquellos que han perdido la consciencia mientras nadaban. Exhausto, comienza a intentar reanimar a la muchacha que ha rescatado del agua en último lugar, los minutos se hacen eternos mientras le practica un masaje cardíaco e insufla aire en sus pulmones. Chacón grita pidiendo ayuda mientras comprime rítmicamente el centro del pecho de la infortunada nadadora, pero nadie acude a la voz de alarma. Comprueba sus signos vitales y sigue sin obtener respuesta. Actúa instintivamente, pues es imposible la valoración de la situación según las técnicas de atención a múltiples heridos en situación de combate que conoce: los heridos leves pueden esperar, por los muertos no hay nada que hacer, los heridos graves tienen prioridad. Maldice en voz alta y sabe que debe tomar una decisión urgente, no puede atender él solo a la decena de personas que han caído desplomadas, así que saltando sobre su pierna a la máxima velocidad que puede y poniendo en riesgo su propia integridad física, se abalanza sobre la puerta de salida para buscar ayuda. Le da tiempo a pensar que se ha producido un escape de cloro y que esa sin duda es la causa del grave percance que ha tenido lugar en el interior de la sala de baño. Más cuerpos en el pasillo, la fuga ha debido ser importante, gente desvanecida en recepción, empieza a dudar de su teoría sobre las causas del suceso. Una mujer caída en las escaleras de acceso y una pareja en el suelo de la zona de aparcamiento, un coche estrellado contra la barrera de entrada, un accidente múltiple en la vía rápida que circunda la ciudad deportiva. Chacón en ropa de baño sobre su única pierna, subido en el techo de un todoterreno, desde su metro noventa oteando los alrededores y encontrando sólo muerte y destrucción.

huerta


      Esparteñas, medias, zaragüelles, faja, camisa blanca y chaleco; extraña ropa de trabajo. Pero lo cierto es que Mateo hoy no acude a trabajar, sino a poner en funcionamiento los equipos de laboratorio que necesita para poder desarrollar de forma más eficiente al día siguiente su tarea de análisis de calidad del agua. Se incorporará más tarde a la fiesta, ya viene vestido adecuadamente para ello.
      En los márgenes del camino que da acceso al pantano, donde se encuentra su centro de trabajo, Mateo puede ver a las habituales prostitutas, siempre ligeras de ropa, ofreciéndose a sus potenciales clientes. Más allá, adentrándose por lugares menos transitados, también puede observarlas tras realizar algún servicio, a pie o acompañadas en coche por algún hombre. En el cruce con  la carretera principal la chica de color a la que ya conoce, tras varias semanas de encontrarse casi a diario, le lanza un sonoro beso que le hace sonreír, la saluda levantando la mano izquierda mientras la mira de reojo y se incorpora con su vehículo al estrecho camino de entrada.
            En la sucia y fallida área recreativa familiar de las inmediaciones del pantano, un grupo de jóvenes vestidos de huertano lo saludan a coro elevando en su dirección el vaso de plástico de medio litro del que cada uno de ellos bebe. Aquel lugar se encuentra menos concurrido de lo que suele ser habitual en el amanecer de una jornada festiva tras una noche de botellón, sin duda porque en el día grande de las fiestas de la capital hay carta blanca para que la ingesta de alcohol, la contaminación acústica y la diversión se trasladen a plena luz del día al mismo centro de la ciudad. Mateo saluda y sonríe, disimulando su desprecio; siempre mejor parecer empático al cruzarse con una jauría de cachorros alcoholizados que arriesgarse a sufrir un mordisco a modo de pedrada o botellazo por ser percibido como estúpido o desabrido.
  Continúa su marcha cinco minutos más evitando los baches del camino que ya casi conoce de memoria, anticipando la maniobra evasiva antes de tenerlos a la vista. Gira a la izquierda y enfila la cuesta final que lo lleva hasta la pequeña zona de aparcamiento en la entrada del laboratorio. Observa un vehículo aparcado muy cerca de la solitaria zona en la que debe dejar su coche y descender. Valora la situación prudentemente, gira la llave de contacto para detener el motor, permanece inmóvil, saca los pequeños prismáticos que siempre guarda en la guantera y dirige con ellos su mirada hacia el automóvil sospechoso; se tranquiliza moderadamente al reconocer a una de las habituales meretrices de la zona sentada en el interior junto a un hombre que con gesto nervioso aprieta y suelta repetidamente con sus manos la parte superior del volante, sin duda un cliente poco experimentado, piensa Mateo. No es habitual que las chicas se adentren hasta allí para ejercer su trabajo, pero tampoco era la primera vez que lo veía. Decide de todos modos descender con la llave adecuada ya seleccionada para abrir la puerta del laboratorio sin perder un solo segundo, entrar rápidamente y cerrar echando el cerrojo por dentro.
Enciende las luces y conecta los equipos del laboratorio. El silencio y la sensación de aislamiento y soledad le provocan entonces una extraña sensación placentera. Siente ganas de defecar. Cruza la sala para dirigirse al aseo. El olor procedente de la fosa séptica en la que desemboca el inodoro casi le hace desistir. Decide no obstante tomar aire antes de entrar con la intención de sentarse en la taza y terminar lo más rápidamente posible. Aguanta la respiración, cree no poder conseguirlo hasta el final pero resiste hasta accionar el pulsador que vacía la cisterna de agua, liga en su memoria una angustiosa sensación de su niñez emergiendo del fondo de una piscina con los ojos cerrados al borde de la asfixia, pero todavía tiene tiempo de salir, cerrar la puerta, alejarse lo máximo posible e inspirar profundamente. Mateo sufre entonces un fuerte mareo, se asusta por la sensación, se arrodilla y agacha la cabeza, le da tiempo a pensar que aquello no es normal, se nubla su  visión, todo se vuelve negro y cae finalmente perdiendo el conocimiento.

El tipo huele muy mal y la chica inclinada sobre sus piernas sabe que no es por falta de higiene, es el sudor, hay personas que huelen así nada más comenzar a transpirar. Son casi cuatro años de contacto carnal con cientos de hombres distintos. Además tiene que soportarlo en el interior del coche, su cliente no ha accedido a salir al exterior, al aire libre, a pesar de la insistencia de ella, que ha desplegado todas sus armas de seducción, llevándolo a un lugar alejado y solitario, para  hacerle la ecológica propuesta sexual.  Así que finalmente accede a hacerlo allí mismo, decidida a aguantar la respiración hasta acabar, convencida de que será cuestión de pocos segundos por el nerviosismo que percibe en el hombre al que acompaña. La chica se sienta de lado en su asiento mirando hacia su cliente y le obsequia con el regalo de la visión de sus pechos, que extrae por encima de su escote con la secreta intención de contribuir con ese gesto a precipitar el final precozmente. Palpa la entrepierna del hombre y percibe que la visión de sus senos ha surtido efecto, libera hábilmente con una mano el apéndice en el que va a concentrarse y con la otra se introduce un preservativo en la boca. Probablemente el fulano ni llega a darse cuenta y piensa que ella realiza poco después su trabajo sin protección alguna. Procede con profesionalidad, se emplea a fondo mientras mantiene la respiración, pero el tipo parece aguantar más de lo que ella esperaba, mucho más, se incorpora y se aleja todo lo que puede para tomar aire y volver a la carga con la excusa de dedicarle unas palabras sucias en el intervalo. Vuelve a agacharse sobre él y acelera al máximo sus movimientos tratando de llegar pronto al final. Aún tarda un buen rato, pero finalmente lo consigue, o cree conseguirlo, porque percibe cómo el cuerpo del hombre se convulsiona y después pierde totalmente el tono muscular, entonces decelera y se separa despacio, volviendo a respirar por fin. Prepara las palabras que siempre pronuncia con este tipo de clientes pasivos y poco habladores.
—¿Te ha gusta…
La pregunta se congela en sus labios al observar el extraño gesto de su acompañante que inclina la cabeza hacia un lado.
—Oye, ¿estás bien?
Pone la mano en su hombro, lo zarandea y el hombre en un violento espasmo se desploma sobre el volante del coche, en cuyo centro, por la presión del cuerpo, comienza a hacer funcionar el claxon.
La mujer grita, abre la puerta del coche y echa a correr camino hacia abajo alejándose a toda prisa. Ningún pensamiento racional acude a su mente, que emite una única orden a todos sus músculos y extremidades: huir. La chica percibe atenuado el sonido continuo de la bocina del automóvil conforme pone metros de por medio.
Con la visión lejana de la zona donde antes había visto a un grupo de jóvenes, comienza a pensar en la posibilidad de pedir ayuda; abandona el camino y se dirige en línea recta hacia ellos. Al acercarse más puede ver al menos seis cuerpos tendidos en el suelo, varía su trayectoria para volver a incorporarse a la senda principal y vuelve a gritar con un hilo de voz debido al esfuerzo. Tropieza por la velocidad que adquiere en una zona de cuesta descendente y casi da una vuelta de campana. Al levantarse, sofocada y magullada, tras unos arbustos reconoce la ropa que viste una de las muchachas que hoy la ha acompañado en el vehículo del proxeneta que las ha llevado hasta allí. Se acerca cautelosa y confirma que es su colega, que yace junto a un muchacho también caído en el suelo boca abajo con los anchos pantalones blancos junto a él y las medias del traje típico regional escurridas en sus pantorrillas. Vuelve a correr, pero esta vez desandando el camino por el que ha bajado y tarda unos segundos en ser plenamente consciente de que lo hace así para buscar cobijo en el edificio donde había visto entrar a un hombre unos minutos antes, justo cuando estaba negociando el precio de sus servicios en el interior del vehículo del que había acabado huyendo.
Llega agotada, sujetando con ambas manos su costado derecho en el que siente un dolor lacerante, golpea la puerta mientras grita que le abran con las últimas fuerzas que le quedan. Escucha el sonido de los cerrojos al abrirse y por fin puede entrar; ya en el interior se revuelve y cierra la puerta para después colocar su espalda contra ella. De frente encuentra a un tipo pálido y con la mirada perdida.
—¡Están todos muertos ahí fuera! —acierta a decir la muchacha.
           Mateo la observa confuso, aún reponiéndose de su desmayo, tratando de entender lo que le ha ocurrido y lo que aquella chica le dice. Y de pronto el sonido constante del claxon del coche aparcado a cien metros de aquel lugar deja de sonar.

del

Eva experimenta una sensación muy extraña: la absoluta falta de control sobre la situación, que le hace pensar que no podría salvarse por sí misma si algo iba mal. Sería rescatada o sucumbiría, pero está convencida de que, en el mejor de los casos, cualquier decisión que ella tomara no afectaría para bien o para mal a lo que le pudiera pasar. De hecho en este momento no sabe si sube o baja, si avanza hacia la superficie o por el contrario se sumerge aún más. A pesar de todo, sobrecogida por la belleza de lo que observa, olvida los potenciales peligros a los que está expuesta. Inmersa en el silencio más absoluto, mientras bucea se siente parte de aquel mundo hasta ahora desconocido para ella. Eva goza cada segundo del sueño que está cumpliendo: su auténtico bautismo subacuático. Absorta por la emoción que le provoca todo cuanto le rodea. Capta entonces su atención un bonito pez azul, lo persigue y de pronto se abre ante ella una sima tan profunda que no puede alcanzar a ver el fondo a pesar de la claridad del día y del agua, hoy extraordinariamente cristalina. Contiene la respiración.
            El monitor de buceo se alarma al ver que una de sus alumnas se ha alejado del grupo, hace señales a su compañera de pastoreo submarino para avisar de que va a ir a perseguir a la imprudente aprendiz, rescatarla y darle una severa reprimenda. El resto de la cuadrilla inicia el ascenso a la superficie con tiempo más que suficiente para no agotar el aire de las botellas. Sospechaba que aquella chica le iba a dar problemas, ya había tenido que llamarla al orden cuando en las explicaciones finales en el agua, antes de la inmersión, no paraba de reír al perder continuamente el equilibrio; sabía que la mujer no había atendido a la mitad de las instrucciones previas que había dado al grupo, pero lo había dejado pasar porque ella le había dicho que no era la primera vez que usaba un equipo de buceo autónomo.
Eva se había sentido muy decepcionada en su anterior incursión bajo el mar, la chica que los instruyó y acompañó aquella otra vez estuvo empeñada en que apreciaran la riqueza de una vegetación subacuática que a ella no le había parecido en ningún momento nada fuera de lo común. En cambio hoy se estremece con lo que vive, tanto que ni siquiera se sobresalta cuando ve aparecer a su lado, reclamando su atención con ostensibles gestos, al monitor de buceo al que percibe enfadado a pesar de no haber pactado una señal para ello. Entonces cae en la cuenta del largo rato que lleva sin hacer caso de la instrucción, repetida previamente hasta la saciedad, de permanecer en todo momento en las proximidades de las personas de referencia. Entiende el gesto que le hace el hombre y le da su ok a la orden que recibe: emerger pegada a él. A pesar de todo él le coge la mano, suavemente pero con autoridad, para evitar que vuelva a despistarse y para transmitirle la preocupación que le había provocado su imprudente actitud.
Alcanzan por fin la superficie, el hombre se libera de la boquilla por la que respiraba bajo el agua.
—Os dije que no os separarais de mí.
—Lo siento mucho, me despisté, era todo tan bonito ahí abajo...
—Tus compañeros han salido ya, he tenido que volver a por ti.
—Sí, ya lo veo, están ahí tumbados, ¿eso forma parte del ejercicio?
—¿Qué?
—Mira —dice Eva señalando hacia la orilla.
            Extrañado y poco después alarmado, al percibir lo inusual de la situación, el monitor de buceo dirige su mirada hacia el lugar que indica Eva. Se aproxima y acelera sus movimientos hasta el paroxismo al contemplar a dos de los alumnos muy cerca de la orilla, en el agua, mecidos por las olas sin oponer resistencia, dos cuerpos inertes. Los sujeta por debajo de los hombros y los arrastra fuera del agua, contempla a los demás, también inconscientes, e inmediatamente echa en falta a su compañera de trabajo; la mujer a la que pocos minutos antes había hecho señales bajo el agua para que sacara al grupo mientras él iba a buscar a la alumna despistada. Eva se aproxima a la orilla torpemente, con todo el equipo a cuestas, y siente más miedo por la cara de desesperación que contempla en su profesor de buceo que por el hecho de contemplar seis cuerpos desvanecidos sobre los guijarros de la playa. El hombre reacciona entrando de nuevo al mar, Eva no comprende lo que ocurre, y sigue atónita los movimientos del instructor de buceo, que se coloca precipitadamente las gafas, las aletas y el respirador para zambullirse otra vez en el agua, bajo cuya superficie desaparece. Eva se queda sola, aterrorizada, sin entender nada, un segundo de lucidez y se desprende de la equipación de buceo que aún portaba para abalanzarse sobre el lugar dónde había dejado sus pertenencias, rebusca en el fondo de su bolso y encuentra su teléfono móvil, fuera de cobertura, prueba la llamada de emergencia y nadie responde, las piernas le tiemblan hasta el punto de casi provocar su pérdida de equilibrio, se acerca a la persona que encuentra más próxima, llega gateando en los últimos metros, la ausencia absoluta de color en el rostro del yacente le hace temer lo peor, intenta torpemente reanimarlo, se dirige luego hacia los demás uno por uno, comprobando que todos parecen estar muertos. El gemido y el llanto se confunden con su respiración agitada y entrecortada y Eva contempla el mar esperando como una niña que vuelvan a rescatarla y le digan qué hacer. Permanece en estado de shock largo rato hasta que ve algo moverse en el agua: uno, dos bultos y un brazo que se agita por un momento en el aire y desaparece, después no ve nada más, pero se sorprende a sí misma tomando de inmediato la decisión de actuar, comprende que es ya la única persona que puede buscar ayuda. Eva agarra su bolso y remonta la playa, se coloca su vestido por la cabeza sobre el bikini mientras corre, dispuesta a llegar hasta el restaurante próximo al aparcamiento donde han dejado sus vehículos. Llega al borde de la asfixia, abre la puerta de cristal de la entrada y grita pidiendo ayuda, el local parece vacío, el silencio es aterrador. Eva se adentra tras la barra, hacia las cocinas, y contempla entonces unas piernas en el suelo asomando por una esquina. Comprende que la muerte también ha llegado hasta aquel lugar y no quiere ver más, ahora sólo quiere escapar con su coche y alejarse de allí.

Segura



*El pecado más grande del padre Joaquín no es la falta de control ante los parafílicos impulsos sexuales en los que en ocasiones no puede evitar caer. Su mayor pecado es la soberbia. Se cree castigado, obligado a ser testigo del fin del mundo, convencido de ser objeto de atención personalizada por parte del Supremo Hacedor.

Esta vez casi le cuesta la vida someterse a su juego favorito. Siempre se repite a sí mismo que será la última vez. El padre Joaquín se excita con la falta de oxígeno, practica la autoasfixia erótica. Casi nunca es un acto premeditado, no suele tener nada preparado, así que improvisa sobre la marcha. La soledad y la visión de una bolsa de plástico, junto con el hecho accidental de portar en sus manos el cordón de uno de sus hábitos religiosos encienden la chispa, el estímulo necesario para activar su conducta hipoxifílica. Busca un lugar aislado, con vistas a la calle, donde puede ver el trasiego de la plaza pero difícilmente podrán verlo a él. Huertanos y huertanas vienen y van, y ocupan las terrazas de los locales situados frente al Palacio Episcopal, a las mismas puertas de la Catedral. Se coloca la bolsa de plástico por la cabeza a modo de escafandra, oprime su base con el cordón que anuda a su cuello, y comienza a respirar en su interior para sentir poco a poco la asfixia; será cuestión de segundos, está muy excitado, tanto que ni siquiera alcanza a tener una erección, un leve roce, apenas frotando su sexo, y se siente desfallecer potenciado su orgasmo por la hipoxia casi total.
Tras el clímax es consciente de la necesidad de volver a tomar aire. Trata de desprenderse de la bolsa de plástico, pero ésta ha quedado estrechamente aprisionada por el cordón en la base de su cuello. Estira de uno de los extremos de la cuerda y lo único que consigue es apretar el nudo aún más. Ahora no sabe si el motivo de su asfixia se debe a la falta de oxígeno en el interior del receptáculo de plástico o al estrangulamiento al que se ha sometido sin querer. Intenta desgarrar la bolsa y a duras penas lo consigue. Al fin logra liberarse, pero el cordón apretado en su cuello le impide inhalar todo el aire que necesita. Piensa en la vergüenza que supondría ser encontrado muerto así, y en el deshonroso recuerdo que permanecería entre sus hermanos y superiores. No siente consuelo al pensar que lo más probable es que no trascenderían públicamente las circunstancias concretas y morbosas de su fallecimiento. Lucha ferozmente por ello tratando de deshacer el nudo que aprisiona su garganta y con las últimas fuerzas que le quedan, antes del desmayo, lo consigue. Respira y tose, arroja flemas por la boca y se ahoga por momentos, retorciéndose tendido en el suelo. Poco a poco se siente fuera de peligro y comienza así a recuperar la calma. Todavía permanece recostado durante un rato, y finalmente se incorpora. Da gracias a Dios por haberse salvado y hace una vez más propósito de enmienda. Se sienta junto a la ventana y es entonces cuando peca de soberbia*.
Hay algo extraño. En un primer momento no llega a ser consciente de lo que es, pero su atención se centra en la plaza, en lo que ocurre al otro lado de la ventana, Joaquín contempla perplejo cómo la vida se ha detenido fuera. Todavía con la soga al cuello y con serias dificultades para respirar con normalidad vuelve a agitarse al sentir de pronto la revelación de estar contemplando El Apocalipsis. Tropezando, trastabillado, corre hacia la puerta de salida, por dos veces cae al suelo y se levanta en su recorrido, hasta llegar por fin a la calle. En la misma plaza llena de vida que contemplaba desde la ventana ahora sólo reina la muerte. Grita fuera de sí:
Después de esto miré, y he aquí una puerta abierta en el cielo; y la primera voz que oí, como de trompeta, hablando conmigo, dijo: Sube acá, y yo te mostraré las cosas que sucederán después de estas –Joaquín recita un pasaje del Libro de Las Revelaciones, y actúa con enajenada decisión: corre en busca de las llaves de La Catedral para acceder al cuadro de campanas.
En el exterior camina con cuidado, sorteando cadáveres, obcecado, convencido de su misión: las campanas deben repicar para anunciar la llegada del Juicio Final.
          Y miré, y oí a un ángel volar por en medio del cielo, diciendo a gran voz: ¡Ay, ay, ay, de los que moran en la tierra, a causa de los otros toques de trompeta que están para sonar los tres ángeles!
         Acciona el dispositivo electrónico que activa el sonido arrítmico y ensordecedor de las campanas. El pavoroso silencio que había inundado las calles se rompe estruendosamente. El padre Joaquín decide subir hasta lo más alto de la torre del campanario.
       Y los otros hombres que no fueron muertos con estas plagas, ni aún así se arrepintieron de las obras de sus manos, ni dejaron de adorar a los demonios... entona con voz entrecortada por los nervios y por el esfuerzo al subir las empinadas cuestas y escaleras por el interior de la torre.
        ¡Ahora ha llegado la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo! acaba gritando encaramado por una de las aberturas del campanario, al borde del abismo, a casi ochenta metros de altura.
El padre Joaquín abre los brazos de nuevo y los eleva al cielo, alza la vista y declama: “¡Bienaventurados los muertos que de aquí en adelante mueren en el Señor!”. Entonces se deja engullir por el vacío y en su desmedida altivez se imagina rescatado milagrosamente por un grupo de querubines antes de estrellarse contra el suelo.

         Al escuchar las campanas, Juan sale momentáneamente de la crisis de pánico en la que se encuentra. Empapado en sudor, conteniendo las náuseas que comenzaba a sentir y aún a riesgo de acelerar aún más su corazón ya de por sí desbocado, se levanta del suelo para identificar de forma veraz que el sonido que percibe proviene del campanario de la Catedral. No le cabe ninguna duda. Se dirige hacia allí corriendo con todas sus fuerzas. Mientras lo hace, tratando de avanzar lo más rápido que puede, sus músculos no parecen responder y cree tardar una eternidad en llegar hasta el siguiente punto de referencia visual que se ha marcado. Al llegar a la plaza, frente a la fachada de la Catedral, queda aún más horrorizado; la masiva concentración de cuerpos resulta espantosa y la cercanía de las campanadas otorga a la escena una carga extra de irrealidad. Dirige su mirada hacia lo más alto del campanario y allí ve una figura asomarse y desaparecer. Juan rodea el gran edificio histórico sin perder de vista las aberturas en el lugar que repican las campanas. Cree haber dado con el primer rastro de vida desde el momento en que contenía la respiración bebiendo de la bota de vino. Casi al tiempo que dobla la esquina lo ve caer. Aparta la mirada para no contemplar cómo se estrella contra el pavimento. Finalmente se arrodilla ante el hombre vestido con hábito religioso, y asiste a sus últimos momentos escuchando cómo exhala su aliento final. Juan ya no puede soportar más, se desvanece y queda tendido inconsciente junto al cuerpo sin vida del padre Joaquín.

cuando


        A pesar de todo el sargento Chacón siempre se ha considerado un tipo con suerte. Durante los momentos más difíciles de su depresión deseó haber muerto en la acción de guerra que lo mutiló, pero finalmente, y aún con su vida familiar deshecha, había logrado salir adelante. “Reset. Toda una vida por delante”. Decidió que fue tremendamente afortunado en aquella mala jugada del destino que le hizo perder una pierna. Un auténtico milagro, le dijeron, no acabar destrozado en mil pedazos.
Ahora, sin embargo, circulando hacia la capital, sorteando un caos de vehículos accidentados, personas caídas, peatones, ciclistas, motoristas muertos; se replantea su visión optimista sobre la vida, “mi tremenda suerte compensada con una catástrofe o es que sigue brillando mi buena estrella, ¿soy inmune a algún tipo de virus letal desconocido que ha causado esta masacre? Soy un superviviente”, continúa conjeturando, “¿Un ataque masivo con armas químicas?, ¿algún extraño fenómeno natural, o cósmico?, ¿y por qué a mí no me ha afectado?”. Chacón no encuentra una explicación y decide centrarse en proceder ordenadamente de la manera más práctica y efectiva posible. Las comunicaciones no funcionan, y sólo encuentra muerte y silencio a su alrededor, también en las comisarías de policía, en el parque de bomberos, en los edificios oficiales, ningún superviviente, ni un solo equipo de intervención de emergencias al que unirse.
Toma la decisión de dirigirse a casa y en el mismo portal encuentra a una vecina muerta, retorcida en el suelo adoptando una extraña postura, sin duda por sobrevenirle la muerte justo cuando comenzaba a bajar los escalones en la entrada del edificio. Sube a su piso a paso ligero, extremando sin embargo la prudencia. No pensar, simplemente actuar: tomar su mochila, víveres, agua, unos botes de humo, una máscara antigás, herramientas y útiles de superviviencia, extraer su arma de fuego de la caja fuerte y hacerse con suficiente munición. Se lleva también sus muletas; su moderna prótesis de pierna le aporta gran autonomía, pero sabe que las puede necesitar.
         “Ante una situación de emergencia dirigirse al punto de reunión”, no lo duda, en aquella ciudad la referencia será el edificio emblemático más alto: La Catedral. Se adentra con su vehículo en el corazón del casco urbano hasta que resulta imposible avanzar sin pisar los cuerpos que pavimentan el suelo, la inmensa mayoría de ellos vistiendo el traje típico regional. Las campanas repican, Chacón se convence de que ha sido una decisión acertada acudir hasta allí. Desciende, toma su mochila, su arma y una de sus muletas. De existir supervivientes deben encontrarse en aquel lugar al haber acudido a la ruidosa llamada emitida desde la torre del campanario. Las calles peatonales que circundan el complejo histórico están plagadas de cadáveres, la mayor concentración que ha visto hasta ese momento. Y al llegar a la puerta de La Catedral, como si estuvieran esperando su llegada, el sonido de las campanas comienza a apagarse lentamente al interrumpirse el funcionamiento del mecanismo que las hace voltear.
Chacón entra en el templo y piensa que, de haber intervenido en la catástrofe algún tipo de fuerza demoniaca, allí se debe encontrar a salvo. Continúa sin hallar a una sola persona con vida, busca en cada recodo y capilla, entre la bancada, tras el altar, ni un alma. Finalmente decide ascender hasta la torre, encuentra la entrada y comienza a subir, mientras lo hace piensa en la vista panorámica que tendrá desde lo alto y planea sustituir en el campanario la llamada sonora, que ya se ha dejado de escuchar, por las señales visuales que podrá generar gracias a los útiles que porta en su mochila: varios botes de humo flotante.
Desde el campanario el paisaje resulta desolador. Ni rastro de vida. Alcanza a divisar un par de columnas de humo, y anota mentalmente el siguiente paso a seguir si su plan de llamada a los supervivientes fracasa: deberá ir a investigar la procedencia de los incendios que desde allí arriba observa.
Consigue accionar un bote en lo más alto de la cúpula de la torre, más arriba del campanario, por donde la humareda violeta de señalización saldrá lentamente a través de las pequeñas claraboyas abiertas en la parte final de la estructura. Decide que debe esperar a pie de calle la posible llegada de la gente que pudiera acudir atraída por la colorida visión del humo que ha esparcido. Un último vistazo, dirigiendo su atención al pie de la torre, y percibe lo que cree que puede ser un leve movimiento entre el amasijo de cuerpos, extrae unos prismáticos de su mochila, enfoca la imagen  y observa el primer indicio de vida desde que emergió de la piscina en la que buceaba, apenas un par de horas atrás, una eternidad. Desciende a toda prisa de nuevo por las rampas y escaleras del campanario.
Encuentra a un muchacho tratando de incorporarse, aún echado en el suelo, junto al cuerpo aplastado de un hombre vestido con hábito religioso.
—¡Chico!, ¡chico! ¿Estás bien?
—¿Qué ha pasado? 
En circunstancias normales y en un día de fiesta como aquel, Chacón habría atribuido la desorientación y el despertar sonámbulo del muchacho a los efectos del alcohol. No lo descarta, pero continúa tratando de hablar con él.
—Dime chico, ¿cómo te llamas?
—Juan, me llamo Juan.
Poco a poco Juan recobra la consciencia. Antes de encontrarse plenamente lúcido, por un instante siente un inmenso alivio al pensar que todo ha sido un terrible sueño. Pero no lo es, y se enfrenta de nuevo al horror.
—Pero, ¿qué ha pasado? ¿sabes qué ha pasado? —pregunta con amarga resignación.
—No lo sé Juan, pero esperaremos aquí, seguro que vienen a ayudarnos, ya he avisado —contesta tratando de calmar al muchacho, y percibe que en algún grado lo consigue.
            —Sí, seguro que vienen a rescatarnos.

ríe


—Oye, ¿estás bien? ¿puedes oírme? Algo ha pasado ahí fuera, todos se han desmayado o están muertos, yo estaba… ¿entiendes lo que digo?
Mateo sigue sin reaccionar, mira fijamente a la chica que le habla pero es incapaz de contestar o comprender. La muchacha entiende que el hombre que tiene delante no se encuentra bien, lo agarra delicadamente por los brazos y lo acompaña hasta una silla donde le ayuda a sentarse. Entonces le pide un minuto para salir afuera. Está acostumbrada a centrarse en una tarea y no descuidar lo que ocurre a su alrededor, así que no se le había escapado que el claxon del vehículo en el que realizó su último servicio había dejado de sonar. Tiene que comprobar si el hombre que había caído sobre el volante se ha movido, saber si se ha recuperado, si sigue con vida.  Se acerca al coche y desde la distancia no observa presencia alguna en el interior, ya junto a la ventanilla puede ver a su cliente caído de lado a lado sobre los asientos, no aprecia movimiento alguno. Se da cuenta entonces de que en su precipitada huida había dejado su pequeño bolso en el interior, decide recuperarlo, rodea el vehículo, abre con cuidado la puerta y lo agarra. Resiste, con gran valor, el impulso de volver a salir corriendo, extrae del bolso un espejo, lo sitúa delante de la nariz y la boca del hombre, y con sumo cuidado se acerca para contemplar si el espejo se empaña, no aprecia el más mínimo cambio, y se convence así de que aquel tipo está realmente muerto.
Mateo continúa perdido y confundido. El lugar le resulta familiar pero no sabe dónde se encuentra ni qué hace allí.
—¡Eh!, ¡eh!, contesta, ¿cómo te llamas? Yo me llamo Anastasia.
Ni siquiera recuerda su nombre, aunque tiene todo el tiempo la sensación de estar a punto de recordar.
Anastasia lanza un bufido de desesperación, ha probado a usar su teléfono móvil y sólo ha obtenido unos rítmicos pitidos por respuesta. Busca sobre las mesas del local y encuentra un teléfono fijo, descuelga y no obtiene señal. Ve un ordenador, busca el botón de encendido y lo pulsa, tras unos segundos la pantalla muestra un mensaje que solicita clave de acceso.
—¡Hey, chico! ¿Tenéis Internet? ¿Sabes la clave para encender el ordenador?
Mateo se levanta como un autómata, toma asiento frente al equipo informático y teclea una serie numérica. El sistema se inicia. Anastasia felicita a Mateo sujetando sus hombros y agitándolo con suavidad.
(…) no se puede mostrar la página web (…) Diagnosticar problemas de conexión
—Muy bien, incomunicados completamente. ¿Y ahora qué hacemos? —Mateo se encoge de hombros —Tendremos que ir a buscar ayuda, ¿Llevas encima las llaves de tu coche? —él abre los brazos y niega con la cabeza.
Anastasia cachea a Mateo, pero no encuentra las llaves, de momento prefiere no pensar en la alternativa de sacar fuera de su vehículo al hombre muerto, comienza entonces a buscar por todo el laboratorio, revolviendo cajones y armarios. Encuentra unos zuecos blancos y cae en la cuenta de que camina descalza; hace ya rato que ha perdido los zapatos y casi no había reparado en ello. El calzado resulta ser de su talla. Continúa buscando desesperada hasta que ve al muchacho de pie frente a ella, con un bolso de hombre cruzado sobre su chaleco huertano.
—¿De dónde…? —interrumpe su pregunta y busca en el bolso. Encuentra por fin las llaves del coche.
En la carretera más muerte, coches accidentados, un camión cruzado en la calzada. Anastasia consigue superar todos los obstáculos y se dirige al único lugar que conoce en el pueblo más cercano: el cuartel de la Guardia Civil. A su mente acude el recuerdo de un desagradable incidente que la llevó hasta allí sólo un mes atrás. Nadie responde en la entrada, salta el pequeño vallado que acota el acceso al edificio y se asoma por las cristaleras de la puerta y las vidrieras de las ventanas. Observa un par de cuerpos caídos. Entonces reflexiona sobre lo absurdo que había sido pensar que un uniforme podían otorgar algún tipo de inmunidad a lo que quiera que había provocado la muerte de todas las personas que hasta ese momento se habían encontrado.
Recorren el pueblo muy despacio, circulando con cuidado, buscando algún superviviente. Cuerpos inertes en aceras y en parques, una fila de vehículos parados delante de un semáforo con sus ocupantes inmóviles dentro, coches empotrados contra fachadas y farolas o invadiendo los espacios reservados a peatones. Ni rastro de vida.
Anastasia decide de nuevo el siguiente paso:
—Vamos a la capital, igual allí encontramos ayuda.
Giran para seguir las indicaciones que los orientan hacia la autovía, hay muchos coches dañados y parados en la carretera, tienen suerte y no encuentran totalmente bloqueado el paso, aunque sí se ven obligados a estropear la chapa del vehículo que conducen para superar algún obstáculo.
—Lo siento —dice Anastasia al arañar la puerta derecha rozándola con una furgoneta parada en el arcén. Mateo se remueve en su asiento.
Toman la autovía y comienzan a tener poco después una visión en perspectiva elevada de la ciudad.
—Allí —señala Mateo con el dedo, sorprendiendo a Anastasia.
—¿Qué?
—¡Allí, el humo!
Anastasia dirige su mirada hacia el lugar que él señala y puede ver una columna de humo de color violeta, que parece surgir directamente de la torre de La Catedral, en el centro mismo de la ciudad.
—¡Sí, ya veo! Pues allá vamos.
—…ma…
—(...)
—Mateo, me llamo Mateo.

una


           Eva sortea el caos. Conduce aterrorizada a toda velocidad por entre las calles de la ciudad portuaria. Se convence cada vez más de que su impulso inicial de alejarse lo máximo posible de la zona iba a resultar la decisión más acertada. Comienza a elaborar la hipótesis de que quizá algún accidente, una emanación tóxica procedente de alguna de las empresas potencialmente peligrosas que pueblan el valle industrial próximo, ha sido la causa de aquella catástrofe.
En una de las vías principales un autobús atravesado en la calzada impide el paso. Eva se ve obligada a frenar bruscamente y a reflexionar sobre la necesidad de controlar en lo posible sus nervios para al menos no herirse o perecer a causa de un accidente. Se obliga a no mirar los cuerpos esparcidos por el lugar que transita, seguramente el de más afluencia en el momento en que todo se ha venido abajo. Sube a la acera para esquivar el atasco provocado por un amasijo de coches impactados en cadena, y todo el tiempo sin darse cuenta emite pequeños y agudos gritos, espantada cuando fija su vista en horrores concretos que puede observar alrededor de ella.
Alcanza al fin la vía principal de salida de la ciudad, pudiendo entonces acelerar y adquirir una velocidad constante. No encuentra ningún vehículo en movimiento, todos están detenidos o accidentados, durante varios kilómetros puede circular sin problemas esquivando puntualmente algún obstáculo que bloquea parcialmente la carretera.
Toma más velocidad en un tramo especialmente despejado, pisa el acelerador a fondo hasta que el coche no da más de sí. De pronto percibe demasiado tarde un cuerpo tendido justo en mitad de su trayectoria, da un volantazo y su coche bandea a un lado y a otro. Eva grita más intensamente, trata de volver a controlar el vehículo y teme estrellarse o comenzar a dar vueltas de campana en cualquier momento. Finalmente impacta contra la mediana y se detiene tras girar situándose en sentido contrario al de la marcha. Eva está ilesa. Con el corazón palpitando frenéticamente en su pecho se agarra con fuerza al volante y comienza a sollozar. Fugazmente piensa que ahora despertará de la pesadilla que vive, pero pasan los segundos y no ocurre nada.
Desciende, a duras penas consigue mantener el equilibrio. Las piernas le tiemblan. Continúa caminando por la carretera en dirección a la capital. A lo lejos observa un vehículo detenido en el arcén con los cuatro intermitentes parpadeando. Corre hacia él. Comienza a vislumbrar a una persona sentada en el asiento del conductor. Llega a su altura, es un hombre joven, alrededor de treinta años. Con la punta de los dedos Eva abre la puerta, toca al hombre para comprobar que está muerto, le desabrocha el cinturón y agarrándolo de la ropa, con gran esfuerzo, lo saca del habitáculo para colocarlo sobre el asfalto tras arrastrarlo hasta el borde de la calzada. Necesita el coche, ha de llegar a la ciudad y comprobar el alcance de la catástrofe, comienza a sentirse muy extrañada de que la muerte, en forma de emanación química letal, haya llegado hasta donde está.
Prosigue la marcha, avanza sin dificultad y presta ahora mucha atención al velocímetro para no sufrir otro accidente. Toma una pronunciada curva a la izquierda y percibe en el asiento trasero un pequeño golpe que capta su atención, agarra el espejo retrovisor y lo resitúa apuntando hacía abajo para poder mirar hacia los asientos traseros a través de él, entonces lo ve. Gira su cuerpo para mirarlo directamente. Un niño pequeño, atado en su sillita de coche pende como un muñeco sujeto por la cintura. Eva pisa a fondo el pedal del freno mientras profiere su grito más intenso. El chirrido de las ruedas por la fricción con el asfalto y las marcas negras que deja en la carretera subrayan su acción. Eva se sorprende a sí misma sin embargo por la frialdad de su reacción posterior. No puede evitar en un primer impulso saltar del coche, pero inmediatamente evalúa la situación y decide que lo mejor es sacar al niño y proseguir su camino. Mientras lo hace, procurando no mirar demasiado a la criatura, llora desconsoladamente. Las cintas que lo sujetan no están demasiado apretadas, de modo que estirando hacia arriba y empujando el pequeño cuerpo sin vida, consigue sin demasiada dificultad sacarlo de la silla. Lo más delicadamente que puede lo deja después al otro lado de la valla de protección que en ese punto delimita el lateral de la vía.
Eva continúa su camino, mucho más prudente, inmersa en nuevos y alarmantes pensamientos. La visión del bebé muerto le ha recordado a sus propios hijos, mayores de edad pero muy jóvenes aun, y por primera vez se pregunta angustiada si acaso ellos no estarán también afectados. Los había visto por última vez en casa esa misma mañana,  muy temprano, hablando y enviando mensajes sin parar con el teléfono móvil, mientras se preparaban para asistir a la fiesta del día del Bando de la Huerta. El teléfono; Eva rebusca en su bolso y lo extrae de nuevo, presiona sobre el primer número de la agenda: AASonia y la llamada no se inicia, lo intenta al azar con varios de sus contactos, pero obtiene el mismo infructuoso resultado.
En la bajada del puerto de montaña, con una amplia visión de la ciudad a la que se dirige, observa varias columnas de humo. Comienza a confirmar con horror que la catástrofe es mucho más extensa de lo que pensaba. Una de las fumarolas sin embargo llama especialmente su atención por su color violáceo. Entiende en ese momento que aquello no es casual, es una llamada y a ella decide acudir, por fin algo aliviada ante la posibilidad de hallar auxilio y quizás alguna explicación a lo que ocurre.

huertana

En el interior del recinto sagrado el grupo se reúne en torno a la bancada más próxima a la entrada. Esperan la llegada de nuevos supervivientes o el auxilio organizado que no acaba de aparecer.  Juan permanece callado, bloqueado por las vivencias extremas que ha sufrido: descubrir a sus amigos muertos, ser testigo de un accidente de aviación, ver las barracas huertanas ardiendo y decenas de cuerpos inertes en las más extrañas posturas, derribar a una persona y observar cómo su cabeza rebota en el pavimento, asistir a la agonía de un sacerdote después de una caída de altura. Anastasia habla lo justo, todos creen que es la pareja de Mateo y ella no hace nada por aclarar la naturaleza de su casual relación. Mateo sigue sumergido en su bruma mental; desde que recuperó la consciencia sólo ha tenido destellos de lucidez que le han hecho teclear correctamente la clave de acceso en el ordenador del laboratorio, reconocer el bolso donde guardaba las llaves de su coche o recordar de pronto su propio nombre, aunque progresivamente se siente más preocupado y se esfuerza en tratar de reconstruir su identidad. Eva, sin embargo, no para de hablar, relata una y otra vez que había aprovechado el día festivo en la capital para asistir a una jornada de bautismo subacuático, cómo al emerger de la mano de su monitor de submarinismo habían encontrado a todos muertos, el horror que había presenciado en la ciudad costera y en la vía rápida por la que había conducido de vuelta, lo preocupada que estaba por sus hijos; su verborrea y su histerismo crecen por momentos.

Chacón decide asumir el mando, en cierto modo ya lo había hecho tomando la iniciativa en la acción por la que todos acudieron a la llamada de las señales de humo desplegadas  desde el campanario de La Catedral. Abraza a Eva, intenta calmarla, le infunde ánimos y le asegura, sabiendo que con toda probabilidad no sea así, que sus hijos estarán bien. Trata de entender mientras tanto si existe alguna relación entre la inmersión en el mar de Eva y el momento en que él vivió el desastre, también en contacto con el agua mientras nadaba en la piscina, pero no puede elaborar una teoría coherente sobre la inmunidad a la muerte de los allí presentes porque Anastasia no contesta a la pregunta de qué es lo que estaba haciendo en el momento de la catástrofe, Mateo no recuerda y Juan no cuenta nada particularmente reseñable: “Bebía con mis amigos en un parque”. Chacón no llega por lo tanto a concluir que la respiración autónoma de Eva en su clase de submarinismo y la contención de la respiración en los demás —del propio Chacón al cruzar la piscina bajo el agua, Mateo por el mal olor del aseo de su centro de trabajo, Anastasia durante el servicio sexual que ejecutaba en el interior del vehículo de su cliente y Juan mientras bebía de una bota de vino deglutiendo sin tomar aire—, habían sido el motivo por el cual los miembros del pequeño grupo que allí se encontraba continuaban aún con vida. Una sustancia habría invadido repentinamente la atmósfera, tan letal como extremadamente volátil, y sólo levemente la había llegado a inhalar uno de los presentes, Mateo, por milésimas de segundo y ya en una débil concentración.

Chacón deja por el momento de intentar encontrar una explicación a lo ocurrido, se concentra en la necesidad de llegar a un acuerdo sobre el paso siguiente que deben dar.

—Debemos decidir si permanecer aquí más tiempo o movernos en busca de ayuda o de la forma de comunicarnos para pedir socorro, es importante que… —el discurso de Chacón se interrumpe por la visión de movimiento en el exterior—. Pero qué…

Todos se agolpan en la puerta para observar cómo en la plaza las personas que creían muertas, en su inmensa mayoría vestidas con el traje típico regional, se han levantado y caminan torpemente deambulando sin aparente sentido ni rumbo.

Paralizados por el insólito espectáculo, sólo salen de su alucinado letargo en el momento en que Eva grita:

—¡Dani! ¡Sonia! —creyendo reconocer a sus hijos en dos de los caminantes de la plaza.

Eva corre hacia ellos, sin parar de gritar sus nombres, llorando, gimiendo, agarra al muchacho y lo lleva del brazo para unirse a la chica, los abraza, desconsolada y a la vez aliviada, y en ese momento sobre su cuello, recibe un mordisco del supuesto hijo que le hace emitir un alarido y le provoca una gran hemorragia. Eva, a pesar de todo, no deja de abrazarlos, y es la chica ahora la que hace presa con los dientes en su brazo, desgarrando y arrancando de un solo bocado un buen trozo de carne. Caen al suelo, sus hijos la devoran y ella no opone ninguna resistencia.

En el acto reflejo de acudir tras Eva para tratar de prestarle ayuda, los demás se ven rodeados por la turba, comprenden que no tiene sentido alcanzarla y ya sólo se preocupan por ponerse a salvo. Juan es el primero en correr a toda prisa, consigue salir de la plaza y salta por encima de la barra de un puesto de bebidas, empuja con su movimiento una barrica de vino que cae con él rompiéndose contra el suelo, el vino se derrama y lo empapa, intenta incorporarse y se resbala, los muertos lo alcanzan, le clavan sus uñas, se disputan hambrientos su cuerpo, muerden, desgarran; degustan su carne ligeramente afrutada, regada por vino de la tierra.

Anastasia también corre, busca una salida, un hombre la agarra pero consigue zafarse de él desprendiéndose de su blusa, escapa con los pechos al aire, sólo unos metros más y dos no muertos la arrojan al suelo, sujetan sus piernas, Anastasia se retuerce, desabrocha su pantalón y así, quedándose desnuda consigue volver a escapar, mira hacia atrás mientras corre y tropieza brutalmente contra una farola, cae inconsciente y es lo mejor que le puede pasar porque recibe mordiscos en las nalgas, en los senos, entre las piernas y es devorada finalmente entera por un grupo de zombies, todos hombres en su anterior vida casualmente.

Mateo no corre ni se altera, permanece inmóvil y como mucho da un paso o dos al impactar hombro con hombro en la abarrotada plaza plagada de muertos vivientes. Ninguno de los resucitados le presta la menor atención, dando la impresión de que lo consideran uno más de los suyos: no vivo, no muerto.

Chacón ha luchado por toda la plaza tratando de ayudar a sus compañeros y llegando tarde en cada uno de sus intentos. Finalmente se percibe solo en la batalla, rodeado, en situación desesperada; los empujones y golpes dejan de ser efectivos y decide comenzar a usar su arma, dispara, apuntando a la cabeza de sus enemigos, agota su munición, lanza la pistola contra sus agresores. Alzado en su única pierna esgrime la muleta que ahora utiliza en su defensa, la agita en el aire, golpea a sus oponentes que siguen cayendo ante él, pero son demasiados. Chacón se impulsa para tratar de huir, encuentra un hueco, dobla una esquina, tropieza, se golpea en el suelo con-tra un pequeño grupo electrógeno, lo alcanzan los muertos, comienzan a devorarlo y en el forcejeo el motor del generador eléctrico se enciende, la electricidad activa un equipo de música y a gran volumen, por toda la plaza, pueden escucharse los primeros compases del canto a Murcia “La Parranda”, los muertos comienzan a aullar mientras la voz solista entona “En la huerta del Segura, cuando ríe una huertana…”