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Alza los brazos y extiende su cabeza. Unos segundos después su camisa blanca comienza a teñirse de rojo.  Mantiene a pesar de todo la postura sin inmutarse. Siente el líquido deslizarse desde su boca por el cuello. Su pecho acaba empapándose.
Lo cierto es que nunca fue muy habilidoso para beber directamente de la bota de vino, puede que su juventud y la falta de experiencia con aquel primitivo artilugio influyan en ello. Juan permanece concentrado en ser el que más tiempo aguanta deglutiendo; aunque juega con la desventaja de no saber respirar mientras lo hace. Su marca quedará delimitada por su resistencia en estado de apnea o por un eventual atragantamiento, si el chorro de vino se desvía hacia el inicio del conducto respiratorio.
¡Veintiuno, veintidós, veintitrés al principio sus amigos lo jalean animándolo a seguir con la bota en alto, pero de pronto callan.
Es tanto el empeño que Juan pone en la tarea competitiva que está desarrollando, que no puede llegar a percibir el silencio que de golpe se hace a su alrededor. En ese momento una avioneta publicitaria —“Los melones del abuelo”, reza el eslogan que hace ondear tras su cola— vuela ruidosamente sobre sus cabezas a una imprudente baja altura. Juan sigue con la mirada el aparato y se asusta al creer verlo pasar prácticamente en picado entre dos edificios. Al fin deja de beber, y con la respiración aún contenida sólo llega a escuchar el estruendo de una sorda explosión y a ver cómo la pancarta que arrastraba el pequeño avión cae, desplazándose por la fuerza de la inercia y la gravedad, hasta desaparecer por completo.
—¿Lo habéis visto? ¿Lo habéis visto?
Baja ahora la mirada y vuelve a perder el aliento al contemplar a su alrededor a todos sus amigos: Sergio, Marina, Erick, Yeray y todos los demás tendidos sobre la hierba. Juan queda petrificado al contemplar cómo también más allá, hasta donde alcanza su vista limitada por el obstáculo de los edificios, el suelo se encuentra alfombrado por los cuerpos de cientos de personas vestidas aquel día de fiesta con el típico traje regional huertano. Supera por un par de segundos la conmoción explicándose que todo el mundo permanece cuerpo a tierra por el temor que les ha infundido el avión que acaba de estrellarse tras su vuelo rasante. Su autoengaño dura poco porque agachado junto a los que le rodean comprueba el estado de inconsciencia de todos ellos; no se le ocurre acercar el oído a la boca y la nariz de aquellos a los que se aproxima, así habría comprobado que también yacen sin aliento. Un vistazo más allá, observando las extrañas posturas en las que han quedado algunas de las personas caídas, y Juan se convence de que algo muy grave ha ocurrido. Sudando hasta gotear, tembloroso y agitado en extremo, extrae el teléfono de su bolsillo para marcar el número del servicio de emergencias; se agotan los tonos de llamada y la comunicación se corta, nadie contesta. Grita pidiendo ayuda, vocea una palabra que nunca ha pronunciado en voz alta: socorro.
—¡Socorro!... ¡Socorro!... ¡Socorro!... —repite con todas sus fuerzas mientras camina acelerando el paso— ¿No hay nadie? —le sale de las entrañas.
Decide dirigirse corriendo en dirección al lugar de donde proviene el humo negro generado tras el accidente de aviación del que ha sido testigo. Trata de convencerse mientras lo hace de que allí encontrará auxilio: policía, bomberos, personal sanitario, alguien al que alertar y que pueda prestarle ayuda. Se equivoca.
La avioneta se ha estrellado contra un edificio de oficinas, un gran incendio devora una de sus plantas, papeles lloviendo del cielo, coches y comercios desde los que suenan estridentes alarmas, pero ni rastro de vida.
Juan se pellizca y se golpea la cara, como en una mala serie televisiva, para tratar de despertar de lo que cree puede ser un sueño. La sensación de irrealidad lo abruma y hace que le zumben los oídos. Se siente protagonista en la escena cumbre de un film apocalíptico y se imagina a sí mismo en el epicentro del caos, rodeado de muerte y destrucción. Puede verse empequeñeciéndose mientras una hipotética toma cenital que se eleva lo filma, siempre en el centro de la imagen, mostrando que es el único superviviente de lo que quiera que haya acontecido.
Vaga entonces sin rumbo, tratando de tomar alguna decisión que lo conduzca a algún sitio, que le ayude a comprender. Se fija más en la gente que encuentra tirada en el suelo, y no le cabe ninguna duda de que están muertos. Muchos presentan un espantoso color azulado en el rostro o yacen sobre un charco de sangre que circunda sus cabezas, en otros es más que evidente la pérdida de control de esfínteres postmortem por las manchas en los blancos y grandes calzones que visten en el día grande de las fiestas, el día del Bando de la Huerta.
—El Bando de los muertos —se sorprende Juan verbalizando mientras camina sorteando cuerpos sin apenas darse cuenta de que busca espacios más abiertos, avenidas más anchas, calles en las que obtener una visión más amplia, más lejana del horror que le rodea. Avista el recinto huertano y se espanta al ver una barraca ardiendo y decenas de cuerpos concentrados en muy poco espacio, unos sobre otros, en el suelo, semisentados y vencidos, como durmiendo sobre las mesas en las que se disponían a comer al aire libre cuando la tragedia ha sobrevenido de repente. Aparta la vista de los niños más pequeños, tratando de evitar la congoja que su visión le produce, como cuando circula por carretera y fija su mirada en el horizonte al intuir sobre el asfalto un animal atropellado. A lo lejos, casi al final de aquella zona habilitada para la gastronomía típica y la fiesta ve a una persona apoyada contra una farola; cree poder sentir la desesperación, similar a la de él mismo, en aquel gesto de derrota que contempla en el otro. Corre con todas sus fuerzas mientras grita tratando de llamar su atención, se aproxima por su espalda, llega hasta él y por la inercia de la carrera y la necesidad urgente de contactar con otro ser humano no mide bien la distancia y lo golpea excesivamente fuerte al llegar a su altura. El cuerpo se desploma, cae como un árbol talado, sin oponer la menor resistencia ni tratar de protegerse con los brazos del golpe contra el asfalto, y el sonido que produce agita el cerebro de Juan como si fuera sometido a una brusca aceleración. Se inclina sobre el hombre y lo voltea, descubre una nariz partida, los dientes rotos en una boca extrañamente abierta y torcida y la evidencia de que aquella persona ya era un cadáver mucho antes de que él la hiciera caer al suelo.
      Juan grita, grita de desesperación, para espantar su miedo, porque ha llegado al límite, grita porque no comprende. Arrodillado en el suelo esconde su cabeza entre los brazos y llora desconsoladamente.

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