una


           Eva sortea el caos. Conduce aterrorizada a toda velocidad por entre las calles de la ciudad portuaria. Se convence cada vez más de que su impulso inicial de alejarse lo máximo posible de la zona iba a resultar la decisión más acertada. Comienza a elaborar la hipótesis de que quizá algún accidente, una emanación tóxica procedente de alguna de las empresas potencialmente peligrosas que pueblan el valle industrial próximo, ha sido la causa de aquella catástrofe.
En una de las vías principales un autobús atravesado en la calzada impide el paso. Eva se ve obligada a frenar bruscamente y a reflexionar sobre la necesidad de controlar en lo posible sus nervios para al menos no herirse o perecer a causa de un accidente. Se obliga a no mirar los cuerpos esparcidos por el lugar que transita, seguramente el de más afluencia en el momento en que todo se ha venido abajo. Sube a la acera para esquivar el atasco provocado por un amasijo de coches impactados en cadena, y todo el tiempo sin darse cuenta emite pequeños y agudos gritos, espantada cuando fija su vista en horrores concretos que puede observar alrededor de ella.
Alcanza al fin la vía principal de salida de la ciudad, pudiendo entonces acelerar y adquirir una velocidad constante. No encuentra ningún vehículo en movimiento, todos están detenidos o accidentados, durante varios kilómetros puede circular sin problemas esquivando puntualmente algún obstáculo que bloquea parcialmente la carretera.
Toma más velocidad en un tramo especialmente despejado, pisa el acelerador a fondo hasta que el coche no da más de sí. De pronto percibe demasiado tarde un cuerpo tendido justo en mitad de su trayectoria, da un volantazo y su coche bandea a un lado y a otro. Eva grita más intensamente, trata de volver a controlar el vehículo y teme estrellarse o comenzar a dar vueltas de campana en cualquier momento. Finalmente impacta contra la mediana y se detiene tras girar situándose en sentido contrario al de la marcha. Eva está ilesa. Con el corazón palpitando frenéticamente en su pecho se agarra con fuerza al volante y comienza a sollozar. Fugazmente piensa que ahora despertará de la pesadilla que vive, pero pasan los segundos y no ocurre nada.
Desciende, a duras penas consigue mantener el equilibrio. Las piernas le tiemblan. Continúa caminando por la carretera en dirección a la capital. A lo lejos observa un vehículo detenido en el arcén con los cuatro intermitentes parpadeando. Corre hacia él. Comienza a vislumbrar a una persona sentada en el asiento del conductor. Llega a su altura, es un hombre joven, alrededor de treinta años. Con la punta de los dedos Eva abre la puerta, toca al hombre para comprobar que está muerto, le desabrocha el cinturón y agarrándolo de la ropa, con gran esfuerzo, lo saca del habitáculo para colocarlo sobre el asfalto tras arrastrarlo hasta el borde de la calzada. Necesita el coche, ha de llegar a la ciudad y comprobar el alcance de la catástrofe, comienza a sentirse muy extrañada de que la muerte, en forma de emanación química letal, haya llegado hasta donde está.
Prosigue la marcha, avanza sin dificultad y presta ahora mucha atención al velocímetro para no sufrir otro accidente. Toma una pronunciada curva a la izquierda y percibe en el asiento trasero un pequeño golpe que capta su atención, agarra el espejo retrovisor y lo resitúa apuntando hacía abajo para poder mirar hacia los asientos traseros a través de él, entonces lo ve. Gira su cuerpo para mirarlo directamente. Un niño pequeño, atado en su sillita de coche pende como un muñeco sujeto por la cintura. Eva pisa a fondo el pedal del freno mientras profiere su grito más intenso. El chirrido de las ruedas por la fricción con el asfalto y las marcas negras que deja en la carretera subrayan su acción. Eva se sorprende a sí misma sin embargo por la frialdad de su reacción posterior. No puede evitar en un primer impulso saltar del coche, pero inmediatamente evalúa la situación y decide que lo mejor es sacar al niño y proseguir su camino. Mientras lo hace, procurando no mirar demasiado a la criatura, llora desconsoladamente. Las cintas que lo sujetan no están demasiado apretadas, de modo que estirando hacia arriba y empujando el pequeño cuerpo sin vida, consigue sin demasiada dificultad sacarlo de la silla. Lo más delicadamente que puede lo deja después al otro lado de la valla de protección que en ese punto delimita el lateral de la vía.
Eva continúa su camino, mucho más prudente, inmersa en nuevos y alarmantes pensamientos. La visión del bebé muerto le ha recordado a sus propios hijos, mayores de edad pero muy jóvenes aun, y por primera vez se pregunta angustiada si acaso ellos no estarán también afectados. Los había visto por última vez en casa esa misma mañana,  muy temprano, hablando y enviando mensajes sin parar con el teléfono móvil, mientras se preparaban para asistir a la fiesta del día del Bando de la Huerta. El teléfono; Eva rebusca en su bolso y lo extrae de nuevo, presiona sobre el primer número de la agenda: AASonia y la llamada no se inicia, lo intenta al azar con varios de sus contactos, pero obtiene el mismo infructuoso resultado.
En la bajada del puerto de montaña, con una amplia visión de la ciudad a la que se dirige, observa varias columnas de humo. Comienza a confirmar con horror que la catástrofe es mucho más extensa de lo que pensaba. Una de las fumarolas sin embargo llama especialmente su atención por su color violáceo. Entiende en ese momento que aquello no es casual, es una llamada y a ella decide acudir, por fin algo aliviada ante la posibilidad de hallar auxilio y quizás alguna explicación a lo que ocurre.

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