ríe


—Oye, ¿estás bien? ¿puedes oírme? Algo ha pasado ahí fuera, todos se han desmayado o están muertos, yo estaba… ¿entiendes lo que digo?
Mateo sigue sin reaccionar, mira fijamente a la chica que le habla pero es incapaz de contestar o comprender. La muchacha entiende que el hombre que tiene delante no se encuentra bien, lo agarra delicadamente por los brazos y lo acompaña hasta una silla donde le ayuda a sentarse. Entonces le pide un minuto para salir afuera. Está acostumbrada a centrarse en una tarea y no descuidar lo que ocurre a su alrededor, así que no se le había escapado que el claxon del vehículo en el que realizó su último servicio había dejado de sonar. Tiene que comprobar si el hombre que había caído sobre el volante se ha movido, saber si se ha recuperado, si sigue con vida.  Se acerca al coche y desde la distancia no observa presencia alguna en el interior, ya junto a la ventanilla puede ver a su cliente caído de lado a lado sobre los asientos, no aprecia movimiento alguno. Se da cuenta entonces de que en su precipitada huida había dejado su pequeño bolso en el interior, decide recuperarlo, rodea el vehículo, abre con cuidado la puerta y lo agarra. Resiste, con gran valor, el impulso de volver a salir corriendo, extrae del bolso un espejo, lo sitúa delante de la nariz y la boca del hombre, y con sumo cuidado se acerca para contemplar si el espejo se empaña, no aprecia el más mínimo cambio, y se convence así de que aquel tipo está realmente muerto.
Mateo continúa perdido y confundido. El lugar le resulta familiar pero no sabe dónde se encuentra ni qué hace allí.
—¡Eh!, ¡eh!, contesta, ¿cómo te llamas? Yo me llamo Anastasia.
Ni siquiera recuerda su nombre, aunque tiene todo el tiempo la sensación de estar a punto de recordar.
Anastasia lanza un bufido de desesperación, ha probado a usar su teléfono móvil y sólo ha obtenido unos rítmicos pitidos por respuesta. Busca sobre las mesas del local y encuentra un teléfono fijo, descuelga y no obtiene señal. Ve un ordenador, busca el botón de encendido y lo pulsa, tras unos segundos la pantalla muestra un mensaje que solicita clave de acceso.
—¡Hey, chico! ¿Tenéis Internet? ¿Sabes la clave para encender el ordenador?
Mateo se levanta como un autómata, toma asiento frente al equipo informático y teclea una serie numérica. El sistema se inicia. Anastasia felicita a Mateo sujetando sus hombros y agitándolo con suavidad.
(…) no se puede mostrar la página web (…) Diagnosticar problemas de conexión
—Muy bien, incomunicados completamente. ¿Y ahora qué hacemos? —Mateo se encoge de hombros —Tendremos que ir a buscar ayuda, ¿Llevas encima las llaves de tu coche? —él abre los brazos y niega con la cabeza.
Anastasia cachea a Mateo, pero no encuentra las llaves, de momento prefiere no pensar en la alternativa de sacar fuera de su vehículo al hombre muerto, comienza entonces a buscar por todo el laboratorio, revolviendo cajones y armarios. Encuentra unos zuecos blancos y cae en la cuenta de que camina descalza; hace ya rato que ha perdido los zapatos y casi no había reparado en ello. El calzado resulta ser de su talla. Continúa buscando desesperada hasta que ve al muchacho de pie frente a ella, con un bolso de hombre cruzado sobre su chaleco huertano.
—¿De dónde…? —interrumpe su pregunta y busca en el bolso. Encuentra por fin las llaves del coche.
En la carretera más muerte, coches accidentados, un camión cruzado en la calzada. Anastasia consigue superar todos los obstáculos y se dirige al único lugar que conoce en el pueblo más cercano: el cuartel de la Guardia Civil. A su mente acude el recuerdo de un desagradable incidente que la llevó hasta allí sólo un mes atrás. Nadie responde en la entrada, salta el pequeño vallado que acota el acceso al edificio y se asoma por las cristaleras de la puerta y las vidrieras de las ventanas. Observa un par de cuerpos caídos. Entonces reflexiona sobre lo absurdo que había sido pensar que un uniforme podían otorgar algún tipo de inmunidad a lo que quiera que había provocado la muerte de todas las personas que hasta ese momento se habían encontrado.
Recorren el pueblo muy despacio, circulando con cuidado, buscando algún superviviente. Cuerpos inertes en aceras y en parques, una fila de vehículos parados delante de un semáforo con sus ocupantes inmóviles dentro, coches empotrados contra fachadas y farolas o invadiendo los espacios reservados a peatones. Ni rastro de vida.
Anastasia decide de nuevo el siguiente paso:
—Vamos a la capital, igual allí encontramos ayuda.
Giran para seguir las indicaciones que los orientan hacia la autovía, hay muchos coches dañados y parados en la carretera, tienen suerte y no encuentran totalmente bloqueado el paso, aunque sí se ven obligados a estropear la chapa del vehículo que conducen para superar algún obstáculo.
—Lo siento —dice Anastasia al arañar la puerta derecha rozándola con una furgoneta parada en el arcén. Mateo se remueve en su asiento.
Toman la autovía y comienzan a tener poco después una visión en perspectiva elevada de la ciudad.
—Allí —señala Mateo con el dedo, sorprendiendo a Anastasia.
—¿Qué?
—¡Allí, el humo!
Anastasia dirige su mirada hacia el lugar que él señala y puede ver una columna de humo de color violeta, que parece surgir directamente de la torre de La Catedral, en el centro mismo de la ciudad.
—¡Sí, ya veo! Pues allá vamos.
—…ma…
—(...)
—Mateo, me llamo Mateo.

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