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        A pesar de todo el sargento Chacón siempre se ha considerado un tipo con suerte. Durante los momentos más difíciles de su depresión deseó haber muerto en la acción de guerra que lo mutiló, pero finalmente, y aún con su vida familiar deshecha, había logrado salir adelante. “Reset. Toda una vida por delante”. Decidió que fue tremendamente afortunado en aquella mala jugada del destino que le hizo perder una pierna. Un auténtico milagro, le dijeron, no acabar destrozado en mil pedazos.
Ahora, sin embargo, circulando hacia la capital, sorteando un caos de vehículos accidentados, personas caídas, peatones, ciclistas, motoristas muertos; se replantea su visión optimista sobre la vida, “mi tremenda suerte compensada con una catástrofe o es que sigue brillando mi buena estrella, ¿soy inmune a algún tipo de virus letal desconocido que ha causado esta masacre? Soy un superviviente”, continúa conjeturando, “¿Un ataque masivo con armas químicas?, ¿algún extraño fenómeno natural, o cósmico?, ¿y por qué a mí no me ha afectado?”. Chacón no encuentra una explicación y decide centrarse en proceder ordenadamente de la manera más práctica y efectiva posible. Las comunicaciones no funcionan, y sólo encuentra muerte y silencio a su alrededor, también en las comisarías de policía, en el parque de bomberos, en los edificios oficiales, ningún superviviente, ni un solo equipo de intervención de emergencias al que unirse.
Toma la decisión de dirigirse a casa y en el mismo portal encuentra a una vecina muerta, retorcida en el suelo adoptando una extraña postura, sin duda por sobrevenirle la muerte justo cuando comenzaba a bajar los escalones en la entrada del edificio. Sube a su piso a paso ligero, extremando sin embargo la prudencia. No pensar, simplemente actuar: tomar su mochila, víveres, agua, unos botes de humo, una máscara antigás, herramientas y útiles de superviviencia, extraer su arma de fuego de la caja fuerte y hacerse con suficiente munición. Se lleva también sus muletas; su moderna prótesis de pierna le aporta gran autonomía, pero sabe que las puede necesitar.
         “Ante una situación de emergencia dirigirse al punto de reunión”, no lo duda, en aquella ciudad la referencia será el edificio emblemático más alto: La Catedral. Se adentra con su vehículo en el corazón del casco urbano hasta que resulta imposible avanzar sin pisar los cuerpos que pavimentan el suelo, la inmensa mayoría de ellos vistiendo el traje típico regional. Las campanas repican, Chacón se convence de que ha sido una decisión acertada acudir hasta allí. Desciende, toma su mochila, su arma y una de sus muletas. De existir supervivientes deben encontrarse en aquel lugar al haber acudido a la ruidosa llamada emitida desde la torre del campanario. Las calles peatonales que circundan el complejo histórico están plagadas de cadáveres, la mayor concentración que ha visto hasta ese momento. Y al llegar a la puerta de La Catedral, como si estuvieran esperando su llegada, el sonido de las campanas comienza a apagarse lentamente al interrumpirse el funcionamiento del mecanismo que las hace voltear.
Chacón entra en el templo y piensa que, de haber intervenido en la catástrofe algún tipo de fuerza demoniaca, allí se debe encontrar a salvo. Continúa sin hallar a una sola persona con vida, busca en cada recodo y capilla, entre la bancada, tras el altar, ni un alma. Finalmente decide ascender hasta la torre, encuentra la entrada y comienza a subir, mientras lo hace piensa en la vista panorámica que tendrá desde lo alto y planea sustituir en el campanario la llamada sonora, que ya se ha dejado de escuchar, por las señales visuales que podrá generar gracias a los útiles que porta en su mochila: varios botes de humo flotante.
Desde el campanario el paisaje resulta desolador. Ni rastro de vida. Alcanza a divisar un par de columnas de humo, y anota mentalmente el siguiente paso a seguir si su plan de llamada a los supervivientes fracasa: deberá ir a investigar la procedencia de los incendios que desde allí arriba observa.
Consigue accionar un bote en lo más alto de la cúpula de la torre, más arriba del campanario, por donde la humareda violeta de señalización saldrá lentamente a través de las pequeñas claraboyas abiertas en la parte final de la estructura. Decide que debe esperar a pie de calle la posible llegada de la gente que pudiera acudir atraída por la colorida visión del humo que ha esparcido. Un último vistazo, dirigiendo su atención al pie de la torre, y percibe lo que cree que puede ser un leve movimiento entre el amasijo de cuerpos, extrae unos prismáticos de su mochila, enfoca la imagen  y observa el primer indicio de vida desde que emergió de la piscina en la que buceaba, apenas un par de horas atrás, una eternidad. Desciende a toda prisa de nuevo por las rampas y escaleras del campanario.
Encuentra a un muchacho tratando de incorporarse, aún echado en el suelo, junto al cuerpo aplastado de un hombre vestido con hábito religioso.
—¡Chico!, ¡chico! ¿Estás bien?
—¿Qué ha pasado? 
En circunstancias normales y en un día de fiesta como aquel, Chacón habría atribuido la desorientación y el despertar sonámbulo del muchacho a los efectos del alcohol. No lo descarta, pero continúa tratando de hablar con él.
—Dime chico, ¿cómo te llamas?
—Juan, me llamo Juan.
Poco a poco Juan recobra la consciencia. Antes de encontrarse plenamente lúcido, por un instante siente un inmenso alivio al pensar que todo ha sido un terrible sueño. Pero no lo es, y se enfrenta de nuevo al horror.
—Pero, ¿qué ha pasado? ¿sabes qué ha pasado? —pregunta con amarga resignación.
—No lo sé Juan, pero esperaremos aquí, seguro que vienen a ayudarnos, ya he avisado —contesta tratando de calmar al muchacho, y percibe que en algún grado lo consigue.
            —Sí, seguro que vienen a rescatarnos.

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