Segura



*El pecado más grande del padre Joaquín no es la falta de control ante los parafílicos impulsos sexuales en los que en ocasiones no puede evitar caer. Su mayor pecado es la soberbia. Se cree castigado, obligado a ser testigo del fin del mundo, convencido de ser objeto de atención personalizada por parte del Supremo Hacedor.

Esta vez casi le cuesta la vida someterse a su juego favorito. Siempre se repite a sí mismo que será la última vez. El padre Joaquín se excita con la falta de oxígeno, practica la autoasfixia erótica. Casi nunca es un acto premeditado, no suele tener nada preparado, así que improvisa sobre la marcha. La soledad y la visión de una bolsa de plástico, junto con el hecho accidental de portar en sus manos el cordón de uno de sus hábitos religiosos encienden la chispa, el estímulo necesario para activar su conducta hipoxifílica. Busca un lugar aislado, con vistas a la calle, donde puede ver el trasiego de la plaza pero difícilmente podrán verlo a él. Huertanos y huertanas vienen y van, y ocupan las terrazas de los locales situados frente al Palacio Episcopal, a las mismas puertas de la Catedral. Se coloca la bolsa de plástico por la cabeza a modo de escafandra, oprime su base con el cordón que anuda a su cuello, y comienza a respirar en su interior para sentir poco a poco la asfixia; será cuestión de segundos, está muy excitado, tanto que ni siquiera alcanza a tener una erección, un leve roce, apenas frotando su sexo, y se siente desfallecer potenciado su orgasmo por la hipoxia casi total.
Tras el clímax es consciente de la necesidad de volver a tomar aire. Trata de desprenderse de la bolsa de plástico, pero ésta ha quedado estrechamente aprisionada por el cordón en la base de su cuello. Estira de uno de los extremos de la cuerda y lo único que consigue es apretar el nudo aún más. Ahora no sabe si el motivo de su asfixia se debe a la falta de oxígeno en el interior del receptáculo de plástico o al estrangulamiento al que se ha sometido sin querer. Intenta desgarrar la bolsa y a duras penas lo consigue. Al fin logra liberarse, pero el cordón apretado en su cuello le impide inhalar todo el aire que necesita. Piensa en la vergüenza que supondría ser encontrado muerto así, y en el deshonroso recuerdo que permanecería entre sus hermanos y superiores. No siente consuelo al pensar que lo más probable es que no trascenderían públicamente las circunstancias concretas y morbosas de su fallecimiento. Lucha ferozmente por ello tratando de deshacer el nudo que aprisiona su garganta y con las últimas fuerzas que le quedan, antes del desmayo, lo consigue. Respira y tose, arroja flemas por la boca y se ahoga por momentos, retorciéndose tendido en el suelo. Poco a poco se siente fuera de peligro y comienza así a recuperar la calma. Todavía permanece recostado durante un rato, y finalmente se incorpora. Da gracias a Dios por haberse salvado y hace una vez más propósito de enmienda. Se sienta junto a la ventana y es entonces cuando peca de soberbia*.
Hay algo extraño. En un primer momento no llega a ser consciente de lo que es, pero su atención se centra en la plaza, en lo que ocurre al otro lado de la ventana, Joaquín contempla perplejo cómo la vida se ha detenido fuera. Todavía con la soga al cuello y con serias dificultades para respirar con normalidad vuelve a agitarse al sentir de pronto la revelación de estar contemplando El Apocalipsis. Tropezando, trastabillado, corre hacia la puerta de salida, por dos veces cae al suelo y se levanta en su recorrido, hasta llegar por fin a la calle. En la misma plaza llena de vida que contemplaba desde la ventana ahora sólo reina la muerte. Grita fuera de sí:
Después de esto miré, y he aquí una puerta abierta en el cielo; y la primera voz que oí, como de trompeta, hablando conmigo, dijo: Sube acá, y yo te mostraré las cosas que sucederán después de estas –Joaquín recita un pasaje del Libro de Las Revelaciones, y actúa con enajenada decisión: corre en busca de las llaves de La Catedral para acceder al cuadro de campanas.
En el exterior camina con cuidado, sorteando cadáveres, obcecado, convencido de su misión: las campanas deben repicar para anunciar la llegada del Juicio Final.
          Y miré, y oí a un ángel volar por en medio del cielo, diciendo a gran voz: ¡Ay, ay, ay, de los que moran en la tierra, a causa de los otros toques de trompeta que están para sonar los tres ángeles!
         Acciona el dispositivo electrónico que activa el sonido arrítmico y ensordecedor de las campanas. El pavoroso silencio que había inundado las calles se rompe estruendosamente. El padre Joaquín decide subir hasta lo más alto de la torre del campanario.
       Y los otros hombres que no fueron muertos con estas plagas, ni aún así se arrepintieron de las obras de sus manos, ni dejaron de adorar a los demonios... entona con voz entrecortada por los nervios y por el esfuerzo al subir las empinadas cuestas y escaleras por el interior de la torre.
        ¡Ahora ha llegado la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo! acaba gritando encaramado por una de las aberturas del campanario, al borde del abismo, a casi ochenta metros de altura.
El padre Joaquín abre los brazos de nuevo y los eleva al cielo, alza la vista y declama: “¡Bienaventurados los muertos que de aquí en adelante mueren en el Señor!”. Entonces se deja engullir por el vacío y en su desmedida altivez se imagina rescatado milagrosamente por un grupo de querubines antes de estrellarse contra el suelo.

         Al escuchar las campanas, Juan sale momentáneamente de la crisis de pánico en la que se encuentra. Empapado en sudor, conteniendo las náuseas que comenzaba a sentir y aún a riesgo de acelerar aún más su corazón ya de por sí desbocado, se levanta del suelo para identificar de forma veraz que el sonido que percibe proviene del campanario de la Catedral. No le cabe ninguna duda. Se dirige hacia allí corriendo con todas sus fuerzas. Mientras lo hace, tratando de avanzar lo más rápido que puede, sus músculos no parecen responder y cree tardar una eternidad en llegar hasta el siguiente punto de referencia visual que se ha marcado. Al llegar a la plaza, frente a la fachada de la Catedral, queda aún más horrorizado; la masiva concentración de cuerpos resulta espantosa y la cercanía de las campanadas otorga a la escena una carga extra de irrealidad. Dirige su mirada hacia lo más alto del campanario y allí ve una figura asomarse y desaparecer. Juan rodea el gran edificio histórico sin perder de vista las aberturas en el lugar que repican las campanas. Cree haber dado con el primer rastro de vida desde el momento en que contenía la respiración bebiendo de la bota de vino. Casi al tiempo que dobla la esquina lo ve caer. Aparta la mirada para no contemplar cómo se estrella contra el pavimento. Finalmente se arrodilla ante el hombre vestido con hábito religioso, y asiste a sus últimos momentos escuchando cómo exhala su aliento final. Juan ya no puede soportar más, se desvanece y queda tendido inconsciente junto al cuerpo sin vida del padre Joaquín.

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