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Eva experimenta una sensación muy extraña: la absoluta falta de control sobre la situación, que le hace pensar que no podría salvarse por sí misma si algo iba mal. Sería rescatada o sucumbiría, pero está convencida de que, en el mejor de los casos, cualquier decisión que ella tomara no afectaría para bien o para mal a lo que le pudiera pasar. De hecho en este momento no sabe si sube o baja, si avanza hacia la superficie o por el contrario se sumerge aún más. A pesar de todo, sobrecogida por la belleza de lo que observa, olvida los potenciales peligros a los que está expuesta. Inmersa en el silencio más absoluto, mientras bucea se siente parte de aquel mundo hasta ahora desconocido para ella. Eva goza cada segundo del sueño que está cumpliendo: su auténtico bautismo subacuático. Absorta por la emoción que le provoca todo cuanto le rodea. Capta entonces su atención un bonito pez azul, lo persigue y de pronto se abre ante ella una sima tan profunda que no puede alcanzar a ver el fondo a pesar de la claridad del día y del agua, hoy extraordinariamente cristalina. Contiene la respiración.
            El monitor de buceo se alarma al ver que una de sus alumnas se ha alejado del grupo, hace señales a su compañera de pastoreo submarino para avisar de que va a ir a perseguir a la imprudente aprendiz, rescatarla y darle una severa reprimenda. El resto de la cuadrilla inicia el ascenso a la superficie con tiempo más que suficiente para no agotar el aire de las botellas. Sospechaba que aquella chica le iba a dar problemas, ya había tenido que llamarla al orden cuando en las explicaciones finales en el agua, antes de la inmersión, no paraba de reír al perder continuamente el equilibrio; sabía que la mujer no había atendido a la mitad de las instrucciones previas que había dado al grupo, pero lo había dejado pasar porque ella le había dicho que no era la primera vez que usaba un equipo de buceo autónomo.
Eva se había sentido muy decepcionada en su anterior incursión bajo el mar, la chica que los instruyó y acompañó aquella otra vez estuvo empeñada en que apreciaran la riqueza de una vegetación subacuática que a ella no le había parecido en ningún momento nada fuera de lo común. En cambio hoy se estremece con lo que vive, tanto que ni siquiera se sobresalta cuando ve aparecer a su lado, reclamando su atención con ostensibles gestos, al monitor de buceo al que percibe enfadado a pesar de no haber pactado una señal para ello. Entonces cae en la cuenta del largo rato que lleva sin hacer caso de la instrucción, repetida previamente hasta la saciedad, de permanecer en todo momento en las proximidades de las personas de referencia. Entiende el gesto que le hace el hombre y le da su ok a la orden que recibe: emerger pegada a él. A pesar de todo él le coge la mano, suavemente pero con autoridad, para evitar que vuelva a despistarse y para transmitirle la preocupación que le había provocado su imprudente actitud.
Alcanzan por fin la superficie, el hombre se libera de la boquilla por la que respiraba bajo el agua.
—Os dije que no os separarais de mí.
—Lo siento mucho, me despisté, era todo tan bonito ahí abajo...
—Tus compañeros han salido ya, he tenido que volver a por ti.
—Sí, ya lo veo, están ahí tumbados, ¿eso forma parte del ejercicio?
—¿Qué?
—Mira —dice Eva señalando hacia la orilla.
            Extrañado y poco después alarmado, al percibir lo inusual de la situación, el monitor de buceo dirige su mirada hacia el lugar que indica Eva. Se aproxima y acelera sus movimientos hasta el paroxismo al contemplar a dos de los alumnos muy cerca de la orilla, en el agua, mecidos por las olas sin oponer resistencia, dos cuerpos inertes. Los sujeta por debajo de los hombros y los arrastra fuera del agua, contempla a los demás, también inconscientes, e inmediatamente echa en falta a su compañera de trabajo; la mujer a la que pocos minutos antes había hecho señales bajo el agua para que sacara al grupo mientras él iba a buscar a la alumna despistada. Eva se aproxima a la orilla torpemente, con todo el equipo a cuestas, y siente más miedo por la cara de desesperación que contempla en su profesor de buceo que por el hecho de contemplar seis cuerpos desvanecidos sobre los guijarros de la playa. El hombre reacciona entrando de nuevo al mar, Eva no comprende lo que ocurre, y sigue atónita los movimientos del instructor de buceo, que se coloca precipitadamente las gafas, las aletas y el respirador para zambullirse otra vez en el agua, bajo cuya superficie desaparece. Eva se queda sola, aterrorizada, sin entender nada, un segundo de lucidez y se desprende de la equipación de buceo que aún portaba para abalanzarse sobre el lugar dónde había dejado sus pertenencias, rebusca en el fondo de su bolso y encuentra su teléfono móvil, fuera de cobertura, prueba la llamada de emergencia y nadie responde, las piernas le tiemblan hasta el punto de casi provocar su pérdida de equilibrio, se acerca a la persona que encuentra más próxima, llega gateando en los últimos metros, la ausencia absoluta de color en el rostro del yacente le hace temer lo peor, intenta torpemente reanimarlo, se dirige luego hacia los demás uno por uno, comprobando que todos parecen estar muertos. El gemido y el llanto se confunden con su respiración agitada y entrecortada y Eva contempla el mar esperando como una niña que vuelvan a rescatarla y le digan qué hacer. Permanece en estado de shock largo rato hasta que ve algo moverse en el agua: uno, dos bultos y un brazo que se agita por un momento en el aire y desaparece, después no ve nada más, pero se sorprende a sí misma tomando de inmediato la decisión de actuar, comprende que es ya la única persona que puede buscar ayuda. Eva agarra su bolso y remonta la playa, se coloca su vestido por la cabeza sobre el bikini mientras corre, dispuesta a llegar hasta el restaurante próximo al aparcamiento donde han dejado sus vehículos. Llega al borde de la asfixia, abre la puerta de cristal de la entrada y grita pidiendo ayuda, el local parece vacío, el silencio es aterrador. Eva se adentra tras la barra, hacia las cocinas, y contempla entonces unas piernas en el suelo asomando por una esquina. Comprende que la muerte también ha llegado hasta aquel lugar y no quiere ver más, ahora sólo quiere escapar con su coche y alejarse de allí.

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