Esparteñas,
medias, zaragüelles, faja, camisa blanca y chaleco; extraña ropa de trabajo.
Pero lo cierto es que Mateo hoy no acude a trabajar, sino a poner en funcionamiento los equipos
de laboratorio que necesita para poder desarrollar de forma más eficiente al día siguiente su tarea de
análisis de calidad del agua. Se incorporará más tarde a la
fiesta, ya viene vestido adecuadamente para ello.
En
los márgenes del camino que da acceso al pantano, donde se encuentra su centro
de trabajo, Mateo puede ver a las habituales prostitutas, siempre ligeras de ropa, ofreciéndose a sus potenciales clientes. Más allá, adentrándose por lugares menos transitados,
también puede observarlas tras realizar algún servicio, a pie o acompañadas en
coche por algún hombre. En el cruce con la carretera principal la chica de color a la que ya conoce, tras varias semanas
de encontrarse casi a diario, le lanza un sonoro beso que le hace sonreír, la saluda
levantando la mano izquierda mientras la mira de reojo y se incorpora con su
vehículo al estrecho camino de entrada.
En
la sucia y fallida área recreativa familiar de las inmediaciones del pantano,
un grupo de jóvenes vestidos de huertano lo saludan a coro elevando en su
dirección el vaso de plástico de medio litro del que cada uno de
ellos bebe. Aquel lugar se encuentra menos concurrido de lo que suele
ser habitual en el amanecer de una jornada festiva tras una noche de botellón,
sin duda porque en el día grande de las fiestas de la capital hay carta blanca
para que la ingesta de alcohol, la contaminación acústica y la diversión se
trasladen a plena luz del día al mismo centro de la ciudad. Mateo saluda y
sonríe, disimulando su desprecio; siempre mejor parecer empático al cruzarse
con una jauría de cachorros alcoholizados que arriesgarse a sufrir un mordisco
a modo de pedrada o botellazo por ser percibido como estúpido o desabrido.
Continúa
su marcha cinco minutos más evitando los baches del camino que ya casi conoce
de memoria, anticipando la maniobra evasiva antes de tenerlos a la vista. Gira a la izquierda
y enfila la cuesta final que lo lleva hasta la pequeña zona de aparcamiento en
la entrada del laboratorio. Observa un vehículo aparcado muy cerca de la
solitaria zona en la que debe dejar su coche y descender. Valora la situación
prudentemente, gira la llave de contacto para detener el motor, permanece
inmóvil, saca los pequeños prismáticos que siempre guarda en la guantera y
dirige con ellos su mirada hacia el automóvil sospechoso; se tranquiliza
moderadamente al reconocer a una de las habituales meretrices de la zona
sentada en el interior junto a un hombre que con gesto nervioso aprieta y
suelta repetidamente con sus manos la parte superior del volante, sin duda un
cliente poco experimentado, piensa Mateo. No es habitual que las chicas se
adentren hasta allí para ejercer su trabajo, pero tampoco era la primera vez
que lo veía. Decide de todos modos descender con la llave adecuada ya
seleccionada para abrir la puerta del laboratorio sin perder un solo segundo,
entrar rápidamente y cerrar echando el cerrojo por dentro.
Enciende
las luces y conecta los equipos del laboratorio. El silencio y la sensación de
aislamiento y soledad le provocan entonces una extraña sensación placentera.
Siente ganas de defecar. Cruza la sala para dirigirse al aseo. El olor
procedente de la fosa séptica en la que desemboca el inodoro casi le hace desistir.
Decide no obstante tomar aire antes de entrar con la intención de sentarse en
la taza y terminar lo más rápidamente posible. Aguanta la respiración, cree no
poder conseguirlo hasta el final pero resiste hasta accionar el pulsador que
vacía la cisterna de agua, liga en su memoria una angustiosa sensación de su
niñez emergiendo del fondo de una piscina con los ojos cerrados al borde de la
asfixia, pero todavía tiene tiempo de salir, cerrar la puerta,
alejarse lo máximo posible e inspirar profundamente. Mateo sufre entonces un
fuerte mareo, se asusta por la sensación, se arrodilla y agacha la cabeza, le
da tiempo a pensar que aquello no es normal, se nubla su visión, todo se vuelve negro y cae finalmente
perdiendo el conocimiento.
El
tipo huele muy mal y la chica inclinada sobre sus piernas sabe que no es por
falta de higiene, es el sudor, hay personas que huelen así nada más comenzar a transpirar. Son casi cuatro años de contacto carnal con cientos
de hombres distintos. Además tiene que
soportarlo en el interior del coche, su cliente no ha accedido a salir al
exterior, al aire libre, a pesar de la insistencia de ella, que ha desplegado todas sus armas de seducción, llevándolo a un lugar alejado y solitario, para hacerle la ecológica propuesta sexual. Así que finalmente accede a hacerlo allí
mismo, decidida a aguantar la respiración hasta acabar, convencida de que será
cuestión de pocos segundos por el nerviosismo que percibe en el hombre al que
acompaña. La chica se sienta de lado en su asiento mirando hacia su cliente y
le obsequia con el regalo de la visión de sus pechos, que extrae por encima de
su escote con la secreta intención de contribuir con ese gesto a precipitar el
final precozmente. Palpa la entrepierna del hombre y percibe que la visión de
sus senos ha surtido efecto, libera hábilmente con una mano el apéndice en el
que va a concentrarse y con la otra se introduce un preservativo en la boca.
Probablemente el fulano ni llega a darse cuenta y piensa que ella realiza poco
después su trabajo sin protección alguna. Procede con profesionalidad, se emplea a fondo mientras mantiene la respiración, pero el tipo
parece aguantar más de lo que ella esperaba, mucho más, se incorpora y se aleja
todo lo que puede para tomar aire y volver a la carga con la excusa de
dedicarle unas palabras sucias en el intervalo. Vuelve a agacharse sobre él y
acelera al máximo sus movimientos tratando de llegar pronto al final. Aún tarda
un buen rato, pero finalmente lo consigue, o cree conseguirlo, porque percibe
cómo el cuerpo del hombre se convulsiona y después pierde totalmente el tono
muscular, entonces decelera y se separa despacio, volviendo a respirar por fin.
Prepara las palabras que siempre pronuncia con este tipo de clientes pasivos y
poco habladores.
—¿Te
ha gusta…
La
pregunta se congela en sus labios al observar el extraño gesto de su
acompañante que inclina la cabeza hacia un lado.
—Oye,
¿estás bien?
Pone
la mano en su hombro, lo zarandea y el hombre en un violento espasmo se
desploma sobre el volante del coche, en cuyo centro, por la presión del cuerpo,
comienza a hacer funcionar el claxon.
La
mujer grita, abre la puerta del coche y echa a correr camino hacia abajo
alejándose a toda prisa. Ningún pensamiento racional acude a su mente, que emite una única orden a todos sus músculos y
extremidades: huir. La chica percibe atenuado el sonido continuo de la bocina
del automóvil conforme pone metros de por medio.
Con
la visión lejana de la zona donde antes había visto a un grupo de jóvenes,
comienza a pensar en la posibilidad de pedir ayuda; abandona el camino
y se dirige en línea recta hacia ellos. Al acercarse más puede ver al menos
seis cuerpos tendidos en el suelo, varía su trayectoria para volver a
incorporarse a la senda principal y vuelve a gritar con un hilo de voz debido
al esfuerzo. Tropieza por la velocidad que adquiere en una zona de cuesta
descendente y casi da una vuelta de campana. Al levantarse, sofocada y
magullada, tras unos arbustos reconoce la ropa que viste una de las muchachas
que hoy la ha acompañado en el vehículo del proxeneta que las ha llevado hasta
allí. Se acerca cautelosa y confirma que es su colega, que yace junto a un muchacho
también caído en el suelo boca abajo con los anchos pantalones blancos junto a
él y las medias del traje típico regional escurridas en sus pantorrillas.
Vuelve a correr, pero esta vez desandando el camino por el que ha bajado y
tarda unos segundos en ser plenamente consciente de que lo hace así para buscar
cobijo en el edificio donde había visto entrar a un hombre unos minutos antes,
justo cuando estaba negociando el precio de sus servicios en el interior del
vehículo del que había acabado huyendo.
Llega
agotada, sujetando con ambas manos su costado derecho en el que siente un dolor
lacerante, golpea la puerta mientras grita que le abran con las últimas fuerzas
que le quedan. Escucha el sonido de los cerrojos al abrirse y por fin puede
entrar; ya en el interior se revuelve y cierra la puerta para después
colocar su espalda contra ella. De frente encuentra a un tipo pálido y con la
mirada perdida.
—¡Están
todos muertos ahí fuera! —acierta a decir la muchacha.
Mateo
la observa confuso, aún reponiéndose de su desmayo, tratando de entender lo que
le ha ocurrido y lo que aquella chica le dice. Y de pronto el sonido constante
del claxon del coche aparcado a cien metros de aquel lugar deja de sonar.
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